Por Jimena Repetto
“Estoy muy bien /me sacudo muy bien /hablo muy bien/ discuto muy bien. /Me enojo muy bien/ duermo muy bien/ amo muy bien/ me caigo muy bien. Positiva todo muy bien/¿esta todo muy bien o todo como el orto?” La protagonista de El Bienestar de Carolina Sborovsky, podría cantar en la ducha frases a lo Érica García, sentir la necesidad de ser positiva, exitosa, independiente, asertiva, copada.
El título de la primera novela de Carolina Sborovsky roba una premisa de los libros de autoayuda nos que imponen felicidad a toda costa, habla del humor negro con el que juega la novela, de la necesidad de encontrar un calmante de urgencia para una situación desesperada, de hacer cosas que nos hagan sentir súper útiles, como si el bienestar fuera un estado precioso al que se llegara sin el equilibro necesario del estar no tan bien o, mal. Vamos, a veces queremos estar mal en paz.
La protagonista de este diario escribe para dejar registro de sus estados. Escribe y lo que dice no necesariamente da cuenta de su felicidad constante, más bien todo lo contrario. Sin embargo, nos presenta el catálogo de los fármacos que la hacen feliz, de los momentos con su ex pareja que la hicieron sentirse “llena”, de las maniáticas formas en las que busca progresar en su ruta al éxito, de las cosas que planificó como índices –no tan alcanzados-de progreso, y, aunque no lo diga, sabemos que hay algo por dentro que estalla y se convierte en entradas compulsivas en su diario.
Tal vez ésta sea una novela no tanto “de” aprendizaje, pero sí sobre el aprendizaje contemporáneo de los vínculos, del ser y hacer, de lo que se espera ante las crisis, de lo que se entiende por un individuo hecho y derecho, cuando no se permite el ingreso del dolor, de la angustia, de la desesperación, en este Shopping de neón de una alegría aparente en el que vivimos. En El bienestar el lector repone, sin que nadie se lo diga, los mandatos publicitarios, imposibles de cumplir por cualquier ser humano. Entonces, si nos reímos de la protagonista y nos causan gracias sus reflexiones, sus catálogos desopilantes, no es porque Ella sea un ser alienado y absurdo en una sociedad que oprime a los otros, como Ella, que no se dan cuenta, sino justamente porque cada uno de nosotros es en algún grado producto de lo que incluso involuntariamente consumimos. Todos hemos comprado el catálogo de la buena pareja, de los buenos amigos, de la buena vida y nos hemos atorado de helado ante una separación o nos hemos sentido los reyes del arte al sacarle fotos a una rata y hemos pensado que era necesario ser “buenos”. Y sentimos que tenemos que ser buenos incluso en el ocio, en los momentos de distensión, incluso buenos frente a la pérdida, frente al dolor, frente al fracaso. Buenos, herméticos y resistentes como un tupperwares. La identificación con la egolatría, con los estados cursis y la desesperación ante el desamor y la soledad nos hacen lectores. Y la narradora se convierte en sujeto en tanto no es una estampa desdibujada de una chica promedio, sino que en sus grietas, en sus incoherencias, en sus matices podemos identificarnos y ser ella. De ahí, la gracia.
Incluso, los catálogos que hace la narradora, muy recomendables catálogos para ser leídos ya que listan su vida con humor negro e ironía, hablan de cómo ella percibe el mundo. La narradora conoce y vive en la disociación, en la posibilidad de armar series, series de recuerdos, series de detalles, de deseos incumplidos, como si los sentimientos y los vínculos que ingresaran a su vida tuvieran que responder de forma correcta a un “multiple Choice” del buen hacer. Y, en el cúmulo finito del aprendizaje sentimental, que incluye desde el primer beso hasta el último regalo, lo único que no aparece listado es el nombre de la protagonista, ni el nombre completo de su pareja, A., primera letra del diccionario, ella siempre primera, como si ante el dolor, en la memoria, los sentimientos quedaran colocados en estas taxonomías controladoras, fijos y ordenados.
La escritura puede funcionar un poco como una enfermedad, de eso se ha hablado mucho, y también como un remedio, más de un psicólogo le recomienda a sus pacientes la expresión como si eso fuera un elixir moderno. El bienestar es para su protagonista una cura imposible, como las pastillas para adelgazar que venden en las publicidades televisivas. Por suerte, queda a los lectores tentarnos con la novela como a los despechados comer frente a la tele helado de chocolate.