Un amante brillante, de Guido E. Maltz


El asunto con Martín empezó casi como un juego. Por esos tiempos la cosa con Juan Pablo estaba medio difícil. Era complicado decir si lo único que nos unía era la inercia, el haber estado juntos tantos años y el experimentar vivencias tan fuertes.

La cuestión es que si bien sentía que no podía separarme de él, al mismo tiempo tenía ciertas inquietudes que necesitaba satisfacer... temas en los que, por más que Juampi se esforzara, jamás podría ayudarme. Y acá es donde entró Martín en esta historia.

Resulta que a él lo había conocido en la facultad. Teníamos que juntarnos en grupo para un trabajo práctico de una materia. Había una chica más en el equipo de tres, pero no había podido venir a nuestra primera reunión; ahí intervino el destino.

Aquella primera tarde fue inolvidable. Martín era un manantial de conocimientos. Empezó hablándome de textos de Walter Benjamin, del arte en la época de su reproductividad técnica. Luego pasó también por la Escuela de Frankfurt y sus críticas apocalípticas sobre la sociedad de consumo. Creo que esa vez no pudimos avanzar mucho con el trabajo, pero quedé extasiada con Martín; me daba algo que Juan Pablo jamás podría.

Quedamos en vernos ese mismo jueves para visitar una exposición de Douglas Gordon en el Malba. “Voy con July” fue la excusa frente a mi novio. Tenía que ser así. ¿Cómo iba a explicarle que Martín era mucho más complaciente, intelectualmente hablando?

La muestra fue una experiencia reveladora; jamás habría podido interpretar esas extrañas proyecciones de manos llevando a cabo movimientos monótonos, repetitivos y obsenos, si no hubiera sido por Martín. A cada palabra suya yo me derretía. “Algunos teóricos coinciden en señalar que ‘arte’ es todo aquello que cuestiona qué es el arte, y eso sin mencionar a Roman Jakobson y su esquema de funciones del lenguaje”, me explicaba apaciblemente. En esos momentos yo me salía de quicio: “¡Oh, por Dios! ¡Sí! ¡Hablame más de Jakobson, hablame más!”, le suplicaba. Cuando notó mi desesperación intentó besarme. Fue un momento muy incómodo el tener que rechazarlo. Le expliqué que en cuanto a lo que respectaba a la concupiscencia, ese papel ya estaba adecuadamente cubierto por Juan Pablo. Fue duro confesarle que en él, en Martín, yo sólo veía a una inagotable galaxia de sapiencia, a un amigo con derecho de roce intelectual, a un oscuro objeto del deseo cultural. Para mi sorpresa, él lo tomó bien; quedamos como amantes de las letras.

Sin que me diera cuenta, nuestros encuentros se multiplicaron: íbamos a ver obras del teatro del absurdo; siempre estábamos donde hubiera una nueva exhibición de arte abstracto; dondequiera que se proyectara, jamás faltábamos a una función de las vanguardias rusas.

Quien sí notó mis cada vez más frecuentes ausencias fue Juan Pablo. De pronto mis pretextos ya no satisficieron más su curiosidad. La situación se me había ido de las manos y tuve que enfrentar la situación. Reaccionó violentamente, como nunca antes lo había visto; Juan Pablo no parecía Juan Pablo. De un seco cabezazo abolló la heladera; una patada voladora terminó con la tele del living; un codazo fulminó la computadora; de tres mordiscos eliminó mi reproductor de MP3. Al menos no me tocó un pelo; por aquel entonces yo tenía la higiénica costumbre de usar cofia. De cualquier forma, creo que hice bien en decirle, porque si bien esto hirió su orgullo y derivó en un ataque de furia irracional e incontrolable, Juampi se comportó como todo un caballero. Pasada su internación en el neuropsiquiátrico, terminó por aceptar los hechos: yo tenía un amante brillante.

Sin embargo, mientras las salidas culturales se sucedían unas a otras, los orgasmos intelectuales que experimentaba con Martín poco a poco fueron perdiendo intensidad. Decidida a no perder ese goce que daba sentido a mi existencia espiritual, logré persuadir a mi philosopher-lover de ampliar nuestros horizontes perceptivos para alcanzar nuevas sensaciones. Así fue como nos volvimos adictos al cine filipino, caímos en el vicio de la filosofía oriental y, finalmente, acordamos incorporar a una chica más a nuestras reuniones. Ahora sé que ése fue el comienzo del fin.

La muchacha elegida fue la misma que originalmente había formado parte de nuestro grupo del trabajo práctico de la facultad. Daba excelente con el perfil que buscábamos: sensualmente inteligente, cautivante por lo lúcido de sus pensamientos, ideológicamente atrevida. Es hasta el día de hoy que no encuentro palabras para describir nuestro primer (y último) ménage-à-trois literario. Nos encerramos en un café de Corrientes desde las dieciocho hasta las siete y media de la mañana. Pasamos por Fahrenheit 451, nos detuvimos varias horas en la obra de J. D. Salinger, dimos un par de vueltas por Mafalda y terminamos comentando En busca del tiempo perdido en ocho minutos. Esa fue la cima de mi placer mental. Y entonces, sin previo aviso, todo acabó.

De un día para el otro, Martín dejó de contestar mis llamados. Ya no llenaba mi casilla de mails densos, interminables y extasiantes; ni siquiera se molestaba en responder mis mensajes. Estoy convencida de que su celular habría reventado de mensajitos de texto… si tan solo hubiese tenido celular (¡él y su maldita postura anti-sistema!). En la facultad no lo encontré más; me explicaron que se había cambiado de turno.

Meses más tarde llegó al país una colección de arte pop de Roy Lichtenstein. Sabía que Martín iría, y decidí instalarme en la puerta del Bellas Artes durante dos semanas; el muy infeliz recién fue al museo el último día. Subió la escalinata con su brazo rodeando la cintura de ella, la antigua compañera nuestra de la facultad. Al pasar al lado mío se acercó, me saludó fríamente y al oído me susurró: “Rosebud”. Caí desmayada.


Texto: Guido E. Maltz.

Imagen: Hopeless (1963), de Roy Lichtenstein.

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