Ahora lo llaman Yagua, de Jimena Repetto





“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y como el aire.”
Jorge L. Borges

"Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población, y la hubieren acabado y cumplido su asiento, les hazemos Hidalgos de solar conocido para que en aquella población, y otras cualesquier parte de las Indias, sean Hidalgos y personas nobles de linage, y solar conocido, y por tales sean havidos y tenidos, y les concedemos todas las honras y preeminencias que deven haver y gozar todos los Hidalgos, y Caballeros destos Reynos de Castilla, según fueros, leyes y costumbres de España". Pedrito repite con su Maestro de Primeras Letras la lección del día. Las voces se empastan con tonada castiza. El Maestro, viejo y aburrido en esa ciudad de lluvias que es Buenos Aires, añora el Viejo Continente. Se acomoda en la silla de madera que rechina y le recuerda a Pedrito que, como descendiente de los Fundadores, tiene derecho sobre las Tierras. Trata de consolarlo por la muerte de su padre, Don Salvador, que murió hace unos meses en el terremoto de Cuzco a donde había ido por cuestiones de comercio. Pedrito lo escucha sin prestarle mucha atención, está más atento al vuelo de una mosca que a su sangre nobiliaria.  

La lección se extiende como la tarde y a Colón lo tienen encerrado en el patio, sin que nadie le tire una rama. Colón sueña con salir a la calle. Escucha con atención las palabras que se cuelan a través de las puertas abiertas al patio y se pregunta si a él también Don Felipe II, lo habrá nombrado dueño de alguna tierra en algún lado. Su abuelo, el Hidalgo, vino en uno de los primeros barcos entre reos y mal entretenidos que buscaban una ruta para juntar monedas de plata que tintinearan en los bolsillos. Colón mueve la cola para espantar el calor sofocante y no entiende por qué, como perro fundador, no tiene derecho a echarse una corrida por afuera de las paredes de la casa. Salir está prohibido porque Buenos Aires es peligrosa. No hace ni dos años que el pirata Timoleón de Osmat, Caballero de la Fontaine, quiso tomar la ciudad con gritos afrancesados. Rufina se acuerda de eso, y también de cuando explotó la pulpería de Jacobo, frente al canal principal. Ella fue una de las que salió corriendo a ver qué pasaba, ya que el ruido de la pólvora y las maderas cayendo sobrevoló todas las casas. La Rufina sabe muchas cosas que le cuenta a Colón todas las noches, mientras ceba un mate en su colchón de paja y escuchan el crujir de una vela que se desgasta.
        
Los cascos de los caballos que cruzan las calles son un repiqueteo tentador que hace que Colón levante las orejas, junte fuerzas y se acerque a la entrada siguiendo a la Rufina que sale del fondo con un paquete de ropa sucia que carga sobre su cabeza. Colón va despacio, apenas rozando las pezuñas contra las baldosas del patio.

Ahora. Ahorita Rufina abre la puerta de madera. Rechinan los herrajes y Colón se mete entre las polleras largas, pasa corriendo entre las enaguas de algodón que se fruncen y sale rapidísimo. La Rufina evoca a todos sus dioses y le grita que vuelva con una voz amarilla. Colón siente que el aire caliente le golpea la cara y va rápido con sus cuatro patas porque la Rufina corre fuerte. Las pezuñas repiquetean contra las piedras de algunas calles y se empastan en el barro y la bosta que se acumula en las esquinas. La Rufina, desesperada, le dice que los Querandíes lo van a hacer guiso. Pero Colón no le tiene miedo a nada y, por si las moscas, tiene sus colmillos bien afilados. Las palabras de Rufina se deshacen como los truenos de las tormentas de río.

Las fachadas de las casas se levantan blancas y rosadas. Desde el Cabildo, se escuchan los gritos de los presos que piden clemencia en idiomas que Colón no comprende. Sus gritos son agudos, lastimosos, como los de los hombres cuando no ven la luz o se acercan al fuego. En la Plaza se levanta un fuerte. Colón se divierte entre los charcos y desea que no lo atrapen nunca. Ahora quiere conocer el río, ese río donde va La Rufina a lavar la ropa, de donde salen los barcos. Ese río que su abuelo Hidalgo le contó que es muy ancho y marrón, como una fuente inmensa donde se bañarían cómodos un millón de perros. 
        

De tanto imaginarse al río, nunca se lo había hecho tan hermoso. Las gotas salpican para todos lados, como pájaros que se lanzan precipitados al vuelo. ¿Para dónde quedará el Portugal, donde nació el papá del Hidalgo?, se pregunta. Está lleno de yuyos que crecen en la orilla y las negras lavan las ropas y cantan canciones de un país de animales inmensos, más inmensos que los perros, más inmensos que todos los hombres que sueñan en los barcos.

Colón se cuela entre las ruedas de las carretas que se balancean hacia el puerto. Las sigue hasta que aparece el paño calmo de agua donde los barcos, anclados a unos metros de la costa, esperan que los marineros carguen y descarguen  en barcazas. Colón mueve la cola y lanza un ladrido de alegría. Los gatos gordos del puerto, que maúllan en lenguas extrañas, lo miran con saña y se erizan a su paso. La felicidad de Colón se mezcla con algo de tristeza cuando se acuerda de Don Salvador, pero se olvida rápido cuando corre para atrapar a un gato holandés. El gato sale en medio de la calle y se cruza con una carreta cargada de troncos. Los caballos pierden la dirección y la carreta vuelca. Los troncos ruedan, se golpean entre ellos como un xilofón tocado por un músico sordo.

Los vecinos se agolpan y comentan en mil idiomas lo que aconteció con risas glotonas, esas que sólo tienen los marineros borrachos. Una prostituta del puerto mira a Colón y le acaricia el lomo aterciopelado. Después exhala, entre toses tísicas, el humo de un cigarrillo armado que le regaló uno de sus clientes de madrugada. El griterío del carretero sale erguido entre las voces del puerto y busca al perro que provocó tamaño desastre. Colón levanta las orejas y sale corriendo antes de que lo atrapen. Corre hasta que los barcos se hacen pequeños en el horizonte, corre y corre siguiendo la orilla. Agotado, mira para atrás y se detiene. Mira hacia todos lados y se da cuenta que ya no hay más manzanas ni hombres y apenas un caminito se abre entre las pasturas.

Gira la cabeza de costado y abre los ojos para dejar entrar el paisaje entero. Un paraíso de vacas se pierde en el horizonte. Colón hace un hueco con las pezuñas que raspan la tierra, cruza un cerco y olfatea. Algún hueso tiene que haber por algún lado. El silencio deja que se escuche el canto de un Mirlo que viene de andar rumbeando. El Mirlo le cuenta a un Chajá su vida con los Tehuelches. La charla, rama a rama, llena el campo entero con cuentos de viejos chismosos. Colón se echa y se pregunta si el Pedrito habrá aprendido a usar la pluma sin hacer manchones, de esos que hacen que el Maestro golpee la mesa de madera con furia. También se pregunta si lo extrañará cuando no lo encuentre y si Doña María Manuela Fernández Escandón mandará a todos los esclavos a buscarlo entre el caserío de la ciudad.

Colón baja las orejas y lanza un quejido al viento que golpea los matorrales anunciando la lluvia. El estómago se le retuerce porque la corrida le trajo de visita un hambre feroz. Podría jurar que corrió más de cien manzanas y ahora le duelen las patas acostumbradas a pasearse en un pequeño patio. A lo lejos, se escucha un mugido y el relincho de un padrillo que pasta atado a un poste.

Duda si acercarse, pero tampoco sabe bien cómo volver. Colón se aproxima con desconfianza al padrillo y ve una luz que se prende en un rancho. Entre la primera noche se levantan los grillos y alguaciles que zumban con sus alas de papel de seda. El pasto está húmedo y es tan verde. Colón sé pregunta por qué su mamá nunca le contó de este pasto verde, tal vez nunca lo conoció o apareció de un día para el otro. El padrillo lo mira con la mirada cansada y él camina hasta el ranchito de adobe y paja donde la luz de una vela de cebo está encendida. Rasca la puerta con la pata. Despacito, para no arañarla. Una china de ojos negros abre y lo mira. Se agacha y le rasca el lomo. Le habla en una lengua que no comprende, pero suena dulce y lo deja pasar.

Diez niños en ronda se sientan en el piso, cantan con sus voces pequeñas y comen pan con leche. Le sonríen y Colón les mueve la cola. Piensa en qué contento estaría Pedrito si lo dejaran jugar un rato y no lo tuvieran todo el día memorizando títulos y letras. Colón se acurruca junto a ellos y cierra los ojos. Afuera, un cascoteo al trote se aproxima entre la tierra anochecida. La puerta se abre de un pequeño empujón y Colón escucha entusiasmado el filo del cuchillo del hombre inmenso que acaba de traer una res al hombro. Se miran y el hombre le tira un hueso que Colón rasga con los dientes.

Al rato, le agarra un sueño profundo y lanza un bostezo agudo de perro. Se abraza a una niña, la más pequeña, y se quedan dormidos. Él sueña con los barcos y los gatos holandeses, y ella con los horizontes. Me encantaría contarle a mi abuelo Hidalgo lo lindo que es este campo, piensa Colón entre sueños. Y escucha que ahora lo llaman Yagua.

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