Crónicas de la Escuela Normal




Del amor y del odio


Por Katerina H.
(ceremoniar@yahoo.com.ar)



         Doy clases de Lengua en Secundarios. Fin. Ésa es una presentación. Honorable como la del bombero. Dedicada como la del médico. Más justa que la del abogado. Útil como la del agricultor. Y con unos horarios despreciables como el panadero. Cumplo un rol social importantísimo. El problema es que la gente que se cree importantísima, no piensa lo mismo de lo que hago. Entonces, cuando en una reunión social lanzo con orgullo mi causa, suena a cuento. A que falta algo. A que la vida no puede estar completa.         

   

       Entonces viene el silencio. O el infalible "Ah..." de mi interlocutor, que tal vez recuerda a una profesora que, como yo, lo obligó alguna vez a leer Cortázar y le juró y le rejuró la importancia para la Literatura Argentina del Martín Fierro. El problema no es que nuestra, mi, profesión no sea honrada. Sino que seamos tantos los que tengamos que ejercerla y que se haya corrido la bola de que nos tienen que pagar tan poco. Vamos, que a nuestra existencia se debe que los mensajes de texto del celular conserven, aún, alguna lógica. Escolarizar para el celular. Me estoy yendo por las ramas.
         El sábado pasado en esta fiesta, un grupo de afamados futuros dueños de la intelectualidad, se burlaron con cierta inocencia de mi condición docente. Es un acto de amor como cuidar Osos Panda. Y así. Yo me ahorré preguntarles si ellos habían sido educados en un zoológico en el Lejano Oriente por personas altruistas con voluntad de donar afecto. La docencia es una profesión, reafirmé y me dirigí al silencio con una sonrisa como suele hacer la gente en sociedad. Para paliar la angustia, me comí un sánguche de miga que colaboró a romper mi dieta.
               Mañana oficialmente tengo que presentarme a la mesa de marzo. Detesto la mesa de marzo. Preferiría ver un documental de Osos Pandas todo el día antes que ver a los alumnos, a los que ya les tomé cariño, inmolarse a lo bonzo cuando aseguran frente a un Gran Tribunal que no leyeron nada, que no sabían cuáles eran los cuentos, que se olvidaron las hojas para escribir el examen, y que, como se llevaron tres millones de materias, no tuvieron tiempo para repasar. Y lo que más odio es ser yo la odiosa, odiosísima persona que debe firmar, ante ellos y su desgracia, que no pueden aprobar la materia. O, en el mejor de los casos, tratar de justificar ante mis colegas por qué podrían aprobar sin saber ni las vocales. La justicia, la ética, la sabiduría del universo, el destino anual de un pobre adolescente descarriado se juega en esa madita mesa rociada de tiza. A veces del amor al odio hay un solo paso.

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