La maldición del mentiroso


Imagen: El área.


Por Gabriel Losa


Era un domingo caluroso de primavera. El Deportivo Tinogasta, de local, se enfrentaba en la final del campeonato regional del Noroeste con el Atlético La Punilla, en un partido que prometía emociones.

La gente en las tribunas estaba enloquecida, iban 15 minutos del primer tiempo y ya habían existido cuatro jugadas claras de gol que dejaron a todos con el corazón en la boca. Habían llegado en auto desde el pueblo, en camionetas o caballos desde las estancias más cercanas y hasta en micros desde la capital, que quedaba a 300 kilómetros, para ver el espectáculo.

Uno de los que había llegado desde la capital era Jorge Lügner; un famoso relator de la zona que se había retirado hacía unos años. Este contaba en su haber con varios partidos importantes en los campeonatos del noroeste y se vanagloriaba de haber transmitido por radio, en 1983, un controversial partido amistoso entre Antofagasta Fútbol Club y River Plate, ya que el relator oficial se había enfermado de la garganta y no podía relatar ni la formación de los equipos.


Ya que iba a venir tal celebridad al pueblo se le pidió por favor, a través de una carta del intendente, que relatara el partido para que lo escucharan por radio los habitantes del pueblo que no pudiesen ir a la cancha. Lügner accedió encantado (y agrandado) diciendo que le parecía “una excelente oportunidad de relatar un espectáculo deportivo de tal calaña y, de paso, regalar sus relatos al pueblo de Tinogasta”.

Prepararon todo para el espectáculo. Los tablones de las tribunas fueron reforzados, el pasto cortado, las líneas de la cancha remarcadas y en la pequeña cabina de relator se hicieron las conexiones necesarias para que la radio del pueblo transmitiera el relato. Se habían pegado carteles por todos lados anunciando el día del partido, la hora y el dial para poder escucharlo. Las entradas se habían agotado hacía cinco días, así que los que quedaron afuera iban a “tener la chance de escuchar tan apasionante encuentro desde la comodidad de sus casas”, como pregonaba el intendente, seguro de sumar simpatías gracias a la jugada.

-Altamira corre por la punta izquierda adelantándose al defensor, tira el centroooo… pero se va largo y termina en el lateral, al otro lado de la cancha. El equipo de Tinogasta, y en especial Juan José Altamira, va a tener que ser un poco más certero con la puntería para tratar de abrir el marcador, sino nos quedamos en nada. Hasta los alcanza-pelotas se enojan con Altamira por el trabajo extra-.

Lügner estaba posesionado con su relato. Se había enfrascado en el juego, tratando de recordar los nombres de todos los jugadores para ganarse el amor del pueblo y también reflotar su fama de relator incisivo y cínico. Estaba pasando un muy buen momento. El partido le importaba poco y nada, no le interesaba quien ganara, pero sí que todos lo trataran bien y lo reconozcan; y eso es lo que lo llevaba a hacer su trabajo lo mejor posible.

Tan metido estaba en el relato y los acontecimientos de la cancha, que no oyó cuando se abrió la puerta detrás de él hasta que fue tarde.

La Punilla se dispone a sacar el lateral, la pelota le llega a…
…pero…
… ¿quién es usted? ¿No ve que estoy en el medio de un relato?

Lügner dejó de hablar. En las casas, inconscientemente, los hombres se inclinaron hacia adelante en el sillón desde donde escuchaban el partido y las mujeres pararon la oreja desde la cocina para enterarse qué estaba pasando. En las tribunas, los pocos espectadores que aún llevaban radio a la cancha giraron su vista hacia la pequeña cabina de transmisión.

En la cabina y en las radios las preguntas del relator continuaron, pero ahora con un tinte de asustado reconocimiento: — ¿Qué hacés acá? ¿Qué querés?-. Se escuchó un forcejeo y un grito ahogado.

Los oyentes se quedaron helados. Algo le había pasado al señor Lügner. Alguien había entrado en la cabina y seguramente le…

Una voz saliendo de la radio… una voz que no era la del relator, les bajó aun más la temperatura de la sangre.

— Sólo voy a ponerlo donde él me puso a mí.
Después de eso, silencio.

Todas las personas que en ese momento escuchaban la radio quedaron completamente desconcertadas. Uno de los hinchas con radio alertó a un policía, pero cuando llegaron a la cabina no había ni rastros del relator ni de su captor. Buscaron desesperadamente en el estadio y sus alrededores, tratando de no llamar demasiado la atención, pero la noticia se propagó rápido y el partido se suspendió al finalizar el primer tiempo.

A las horas, el pueblo entero estaba enterado de la desaparición del señor Lügner y ayudaba a buscarlo. No se sentía una desmedida simpatía por el visitante, pero flotaba en el aire una sensación de haber sido burlados en sus propias narices. Sensación que no le agradaba a nadie y que hacía que se pusieran en movimiento.

A pedido del público se pasó la grabación del incidente, para ver si alguien reconocía la voz del captor. Pocos minutos después de repetir el relato una vecina llegó corriendo a la radio para informar que le parecía que el dueño de la voz era Mario Maudit, un peón de la estancia “La Trinidad”. Varias personas coincidieron con esa opinión, por lo que la policía fue hasta la estancia y apresó a Maudit, que se dejó conducir mansamente pero sin abrir la boca.

Ni culpable, ni inocente; no importa cuanto lo interrogaran, el peón continuaba sentado en una silla de la comisaría sin decir palabra. Un hombre alto y flaco, con la cara chupada, carente de expresiones y la ropa sucia por el trabajo.

Luego de unas horas, la policía concluyó que Maudit era el culpable de la desaparición del relator (de lo contrario, por lo menos, lo hubiese negado), por lo que se concentraron en preguntarle el por qué de sus acciones.

Nada. Ni una palabra soltaba.

Los policías ya se estaban agotando por el inútil interrogatorio, cuando una voz cascada y amistosa les llegó, con parte de la solución a sus problemas, desde la puerta de la comisaría:

— Mario Maudit. Nacido en Saladillo. Vino a vivir al pueblo hace nueve años –el que hablaba era el viejo Fuenterroja, un anciano habitante del pueblo querido por su amabilidad, su inteligencia y sus historias divertidas. Era bajo, delgado y ligeramente encorvado. En ese momento vestía pantalones de trabajo, una vieja camisa azul y una boina descolorida. Como siempre, andaba serio, pero los ojos sonreían llenos de picardía.

El comisario lo saludó: — Hola Fuenterroja, buenas tardes. Eso ya lo sabemos, ¿tiene algo más para aportar?

Y el viejo aportó.

-Mario “la mula” Maudit. Como decía, nacido en Saladillo y habitante del pueblo desde hace nueve años. Antes de eso jugó durante cinco en el Deportivo Kaccuri, como marcador central. Gran jugador. No muy limpio que digamos, pero sí muy efectivo–. Los policías se dieron vuelta para ver al interrogado, que empezaba a transpirar y había cambiado su máscara de tranquilidad por una cara que mezclaba constantemente miedo y orgullo. Fuenterroja continuó:

-Los muchachos de Kaccuri estaban muy seguros en el fondo con este señor. Los que no estaban seguros eran los contrarios, que se iban a sus casas con varios moretones por intentar pasar a “la mula”. De hecho, el último año en que el señor Maudit jugó, casi sale campeón del regional Noroeste y…
- Y en la final me arruinó la vida- interrumpió Maudit, diciendo sus primeras palabras de la tarde.

- ¿Quién te la arruinó? - preguntó el comisario.

- La maldición del mentiroso, por supuesto - exclamó, como si la respuesta fuera lo más obvio del mundo.

-¿La qué?- preguntó un policía mientras se rascaba la cabeza.

- La maldición del mentiroso - repitió el apresado.

- ¿Y qué tiene que ver esa maldición con el relator que desapareciste?- el comisario continuaba el interrogatorio más animado, tras haber encontrado una punta de donde agarrarse para preguntar.

Extrañamente, el que contestó fue Fuenterroja.

-El señor Lügner era el relator de la final entre el Deportivo Kaccuri y Atlético Pucará. El partido iba 1 a 1 y era peleadísimo. Cuando faltaban cuatro minutos para que terminara, Maudit se barrió en el área y le cometió penal al “petiso” González. “El petiso” hizo el gol y Pucará salió campeón. Gajes del oficio.

-¡Y se la hubiese agarrado con el arbitro, mi amigo!- se le escapó al comisario, que escuchaba interesadísimo la historia.

- No, porque sí fue penal- respondieron al unísono Maudit y Fuenterroja. Los policías se miraron entre ellos.

A partir de ahí, Maudit siguió el relato tranquilamente, como si hubiera estado esperando ese pie para contar su historia.

-Claro que fue penal. Como dice acá don Fuenterroja, son los gajes del oficio. Muchas veces cometí penales. Y un campeonato perdido, si bien es doloroso, no es la muerte de nadie. El problema vino después-.

El comisario y el resto de los policías escucharon atentos. Fuenterroja, que había escuchado ese fatídico partido por radio, sabía lo que iba a escuchar, pero aun así prestó atención:

- Lügner me destrozó con su relato. Dijo que el campeonato perdido había sido enteramente mi culpa, sin tener en cuenta que me habían nombrado “el mejor defensor del torneo” una fecha antes. Después, cada vez que hablaba con los diarios o los programas de radio, me nombraba como “el peor jugador del Noroeste”. Decía que era lento y que una pierna le tenía que pedir permiso a la otra para caminar. También decía que si el buen fútbol es “fútbol champagne”, el mío era  “fútbol anana fizz”-.

            - Lo tapó de mierda, hablando mal y pronto-, acotó el comisario.

- Exacto, fue como una maldición. A partir de ahí no me renovaron contrato, ningún equipo me quería en su plantel. Los hinchas, que siempre habían bancado mis patadas, se me vinieron en contra, tratando de usar mi marca registrada en contra mío. Me fui. No aguanté más. Llegué a este pueblo como un don nadie, conseguí trabajo en la estancia y me puse a trabajar lo más duro posible, tratando de olvidarme del pasado. Volví a seguir los partidos de fútbol por la radio recién después de que Lügner se retiró y al enterarme que la final del torneo la iba a relatar este hijo ´e una gran puta, me vine para el pueblo para hacérsela pagar-.

- ¿Y para qué dijo lo que dijo en la radio? ¿No se dio cuenta que lo íbamos a reconocer por la voz? – preguntó el Fuenterroja.

- La verdad que no. No soy un criminal profesional, señor-.

- ¿Y por qué lo hizo?-

-Porque no podía soportar que esa basura de tipo sea tratado como un rey, cuando lo único que hace para vivir es ensuciar personas. Ese hombre es un mentiroso, lo único que hace es mentir y degradar para mejorar su trabajo y hacerlo más pintoresco. No le importa la gente que corre en la cancha, por más que a veces trate de demostrar que sí. Lo único que quiere, y esto es lo único que lo emparenta con un verdadero periodista, es que todo salga lo más espectacularmente posible, sea esto bueno o malo, para que él pueda obtener ventajas con eso. ¡No pude soportarlo más, y por eso hice lo que hice!-

Maudit estaba furioso y frenético. El comisario quiso aprovechar.

- ¿Y qué fue lo que hizo? ¿Lo mató? ¿Dónde está?-

- No, tampoco soy un asesino, señor. Y ya les dije dónde lo puse-.

A partir de esa declaración, “La mula” Maudit volvió a su inicial silencio. No hubo forma de hacerlo hablar otra vez.

Cuando empezó a oscurecer, el pueblo dejó de buscar para ir a dormir y la policía solo dejó una guardia. Maudit abrió la boca, pero sólo para comer su cena y para roncar.

El que no roncaba, sencillamente porque ni siquiera dormía, era el viejo Fuenterroja. Siempre le habían gustado los acertijos. Se sabía miles y era una de los divertimentos de los chicos del pueblo, que acudían a él para que les contara enigmáticas adivinanzas. Le gustaba todo lo que había que resolver y desentrañar. Siempre y cuando fuese con la mente, ya que con las manos solo servía para cebar mate.

Le gustaba descifrar problemas que aparentemente no tenían solución y ahora tenía uno grande sobre el tablero y no se le ocurría por dónde empezar. Conocía “la maldición del mentiroso”, sabía que Maudit no se llevaba bien con Lügner y que, probablemente, la visita del relator al pueblo tuviese consecuencias. Pero se imaginó que, como mucho, unos huevazos o unas puteadas al árbol genealógico del relator serían suficientes. Como estaba en la cancha y no llevaba radio, se enteró de la desaparición recién cuando finalizó el primer tiempo. Y ahora Lügner estaba desaparecido y lo único que Maudit dijo es que lo puso donde el relator lo puso antes a él. ¿Dónde era eso? En la humillación pública. ¿Pero cómo hacer eso? ¿Un castigo intangible, pasado a uno tangible?

Estuvo un largo rato barajando posibilidades, tratando de recordar las exactas palabras del despechado jugador de fútbol para ver si podía encontrar alguna pista, un desliz que lo llevara al paradero del desaparecido. Pero, cada vez que lo intentaba, las preguntas y acotaciones del comisario se metían en el medio, interrumpiéndolo, desconcertándolo y… dándole la respuesta. El viejo sonrió en su epifanía, mostrando todos los dientes.

-Una sutileza poco habitual en “la mula”, tengo que admitirlo-.

A la mañana siguiente, Fuenterroja volvió a la comisaría. Continuaba sonriendo. Aclaró que no tenía al secuestrado en su más alta estima (tal vez por eso esperó hasta la mañana para avisar), pero que temía por su salud y le dio la pista a la policía.

Maudit lo miró sin emitir palabra, pero le dedicó una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Finalmente, la policía encontró a Lügner, tras buscar en varios campos, en una de las puntas de la estancia “La Trinidad”.

Estaba acostado en el pasto, atado, amordazado y tapado por una enorme y olorosa montaña de bosta fresca, apenas con la cabeza afuera para poder respirar.

A los días, mientras cumplía su condena de tres meses de cárcel por gastar bromas pesadas (en el pueblo a nadie se le ocurrió acusarlo de intento de asesinato), Maudit recibió una visita de Fuenterroja. Al viejo le había quedado boyando un pequeño detalle, así que le preguntó al preso qué hubiese pasado si nadie descubría el paradero del relator.
- Hubiese sido una jugada espectacular, claro. Pero, tarde o temprano, si la policía me retenía en la comisaría, les hubiese dicho dónde lo tenía para evitar que esa basura de porquería se muriera de hambre o de sed-.

-¿En serio?-

Maudit lo pensó antes de responder. Siempre había sido, a su manera, un caballero en la cancha. Pero implacable con los rivales. Y si lo que contó era cierto, estaba maldito.

-¿A usted qué le parece?-


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