Una historia dolorosa, de Gabriel Losa

Foto: Polonius.

Me avergüenza un poco contarles esto, pero lo veo más como una descarga de lastre psicológico que como un intento de auto-humillación pública. Aclaro eso, a ver si durante el relato se piensan que me gusta humillarme y les cierra la idea para el lado equivocado.

A nadie le gusta contar anécdotas en las que no quede bien parado y menos para un montón de gente que no lo conoce y puede llegar a no entenderlo. No es lo habitual. Pero la verdad es que necesito sacarme de la cabeza que era algo obvio, que tendría que haberlo notado antes, que no era tan malo... Además me gustaría saber qué va a pasar entre nosotros y preguntármelo a mi mismo, o a la gente que me rodea, ya no da resultado.

Pero basta de vueltas, vamos directo al punto. Estuve de novio por un tiempo con una sadomasoquista literal.



Dolores, humillación, vejaciones y sexo. Lo peor de todo es que en un comienzo no me di cuenta que ella tenía esos… gustos. Sé que no es fácil de creer, lo sé. Pero es cierto. No gano nada contándoles que me cagaban a palos a la hora de los bifes (¡odio lo redundante que suena esa frase!) y después ocultándoles el hecho de que lo hacía a conciencia porque me gustaba. La verdad es que no me gustaba tanto y no notarlo desde un principio tuvo su precio.

Mis amigos me hicieron varias preguntas cuando se enteraron de esto. Las dos más repetidas fueron: ¿Cómo que no te diste cuenta desde el comienzo? Y la segunda (y esta se hacía frunciendo el ceño e inclinando la cabeza hacia alguno de los lados): ¿Qué es una sadomasoquista literal? Como probablemente ustedes se estén preguntando lo mismo, las respondo para aclarar un poco las ideas, quitarles la curiosidad y, de paso, darle forma a mi relato.

No me di cuenta desde el comienzo porque los sadomasoquistas, a diferencia de lo que todo el mundo cree, no andan vestidos de cuero por la calle, ni tratan a su pareja como “su  esclavo”, o la llaman “gusano” en la intimidad. O por lo menos no ella. Así que, en mi caso, los clichés eran mentiras y no era tan fácil como uno cree notar la barrera entre sadismo explícito y sexo salvaje. Por lo menos, no al principio.

Sí, el sexo era rudo. Pero era difícil darse cuenta en un comienzo basándose sólo en eso. Seamos sinceros, si uno piensa que su pareja es sado sólo por un cachetazo en la cola o un mordiscón en los pezones, todo el mundo sería de los que andan vestidos de cuero llamando “sus esclavos”, o “gusano”, a los demás.

Las primeras veces era fuerte y, la verdad, estaba bueno. Pero cuando la cera de vela dio paso a quemarme con cigarrillos (para calentarme) me empecé a preocupar; cuando el chirlo en la cola mutó a pegarme con un látigo de siete puntas (para hacerme gritar) me inquieté un poco y cuando después de eso la idea de alcanzar el clímax fue querer conectarme una batería de auto a los testículos (para “sacarme chispas”), decidí frenar un poco e intentar responderme un par de dudas. Recuerdo que esa vez la senté y le dije: “Mirá, Ofelia, yo la estoy pasando genial con vos, pero esto se está pasando un poco, ¿no te parece?” A lo que respondió, sinceramente sorprendida, mientras le sacaba chispazos a los electrodos haciéndolos chocar entre si: “¿Te parece amor? ¿Y ahora qué hacemos?”.

Lo pensé por un momento. El turno ya estaba pago. Y soy cobarde y tacaño. Mi apodo esa noche fue “El scalectric”.

Luego del orgasmo y de que el olor a quemado se haya disipado, el cerebro volvió a funcionar con normalidad y me di cuenta de lo peligroso que eso se estaba volviendo para mi salud, así que decidí poner un alto a la situación. Luego de hablarlo, esa misma noche nos dejamos de ver y perdimos todo contacto.

Esa es la explicación de por qué las cosas se notaron, pero recién a su debido tiempo. Básicamente, porque estaba caliente y el cuerpo cicatriza relativamente rápido.

Con respecto a la parte “literal”, quiero explayarme buscando entendimiento y un poco de consenso.

Existieron ciertos indicios que llegué a reconocer recién después de enterarme de la verdad, que podrían haberme aclarado sus gustos antes de quedar enchufado a 12 volts. Por ejemplo, cierta vez la acompañé a comprarse una campera (de cuero, pero eso no tiene nada que ver) y tuvo una pelea con la vendedora. En un momento de la discusión le dijo: “¿Qué te pasa? Te gano con una mano atada en la espalda… ¡las dos si querés! Vení amor, atame a ver cómo termina esto.” La pelea continuó recién cuando usé su pañuelo para atarle las manos atrás de la espalda.

Qué evidente me resultan ahora las curaciones que le hacía luego de sus reuniones con amigas, ya que su frase de cabecera para demostrar confianza era: “Vos sabés que yo pongo las manos en el fuego por vos. ¡Y las dejo todo el tiempo que quieras eh!”. Y lo tonto que me siento al no haberme dado cuenta antes que cada vez que llegaba diciendo que tuvo un mal día en el trabajo y se dio “la cabeza contra la pared”, tenía la frente roja.

No me culpen, pero por inocente o por despistado jamás lo hubiese sospechado basándome en esos hechos. Y cuando los noté debo admitir que me desilusionaron.

Son frases de lo más comunes y en su momento no me daba cuenta que ella las decía todo lo literal que podía decirse una amenaza compadrita; o una frase de apoyo. Ese era el problema de sus juegos. Que no eran juegos en lo más mínimo. Todo verbatim. Cuando lo noté ya tenía algunos moretones, pero tener la realidad enfrente y no verla aunque te cachetee (literalmente) duele más.

Para ella no existía metáfora, ni recurso. Lo que se dice, se hace. Y en este ámbito, si no hay sorpresa, la magia se pierde y no se recupera ni a los golpes.

Finalmente, otra pregunta que pueden llegar a estarse haciendo luego de leer lo que acabo de contar es: “¿A qué viene esta historia? Uno no se confiesa así nomás con desconocidos”.

Bueno, además de un descargo… también quiero que sea un pedido de consejo: ¿Está mal que desde hace dos días sienta un poco de miedo?

Paso a explicar: anteayer la encontré por la calle. Nos saludamos y hablamos de pavadas; todo tan agradable y tranquilo que los temores se disipaban y las cicatrices en mi piel parecían no existir. 

Pero finalmente, mientras se despedía, para mi sorpresa me soltó un: “¿Che, te molesta si un día de estos te pego un tubazo?”. Envuelto en el halo de despiste que me caracteriza, no noté el peligro de esa frase en sus textuales labios y le respondí que no me molestaba, que estaría bueno. En ese instante una alarma se prendió en mi cabeza, pero seguía sin notar debido a qué. Antes de que tuviera que hacerlo, ella se acercó a mi oído y la remató con un: “Me encantaría partirte al medio”. Me guiñó el ojo, se dio vuelta y se fue moviendo las caderas.

Hace dos días que no salgo a la calle ni atiendo el teléfono.


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