La escondida de Víctor Goldgel


            La memoria es como un chico que camina por la arena: nunca se sabe de qué piedrita hará un tesoro. Entre las miles y miles que nadie eligió se cuenta esa laguna casi inaccesible en la república oriental del Uruguay en donde desaparecieron cuatro chicos, una laguna tan poco profunda que era posible caminar hasta su centro sin que el agua tocara las rodillas. Un cierto verano los turistas la descubrieron en sus 4 x 4, y en pocas semanas la zona se convirtió en la Meca de temporada para quienes nunca consideran haber ido lo suficientemente lejos en sus peregrinaciones de ocio. Sus orillas quedaron pronto cubiertas de lonas y reposeras, colchonetas de colores gritones, aceites de bronceo, baldes y palitas; sus aguas hasta entonces vírgenes se vieron desconcertadas por los pies calludos de los adultos y los correteos de sus hijos. Los pequeños aprendices de turistas hicieron un uso de la laguna muy similar al de sus padres, explorando sus rincones más alejados y desparramando con orgullo imperial sus mínimas posesiones; pero también hicieron algo que sus padres ya no hacían: jugaron a la escondida. 


Es sabido que ciertas formaciones geológicas se avienen mal a los juegos; es el caso, por ejemplo, de volcanes, glaciares, géiseres y acantilados. Las lagunas de aguas plácidas, por el contrario, no despiertan mayores preocupaciones en quienes las visitan. El temor a las garrapatas y a los vidrios rotos puede imponer alguna prudencia, pero el fondo arenoso y la escasa profundidad de esta laguna oriental permitían determinar a simple vista la pureza de su suelo. Los chicos, ajenos a este tipo de disquisiciones, fueron desapareciendo uno detrás del otro, Ariel Duarte el primero. Cuando los amigos se aburrieron de buscarlo le gritaron y le volvieron a gritar salí, no jugamos más. Ariel era tan bueno para la escondida que por lo general aguantaba hasta último momento, para tener un público grande a la hora de ganar, y durante un rato sus amigos pensaron que estaría preparando una de sus corridas de película. Todos admitían que Ariel daba siempre con los mejores escondites; a veces se escapaba incluso del rango de visión de sus compañeros –arrastrándose por el suelo, corriendo de árbol en árbol, subiéndose al paragolpes de un camión en movimiento– y se ponía a tomar mate con los grandes y a confesarles me estoy escondiendo, no digan nada, lo cual era vívida muestra de la maldad que sabía amasar con sus manitas rosadas, porque los grandes eran los padres de sus amigos, y al pedirles que no dijeran nada Ariel les estaba pidiendo los traicionaran. Así que cuando los grandes les dijeron que no lo habían visto, los chicos, sus propios hijos, no supieron si creerles. Por largas horas se siguieron preguntando si Ariel no estaría todavía escondiéndose –muchos, amparados en el razonamiento de que a más suspenso mayor fuerza de desenlace, lo creyeron por varios días; uno de ellos, quizás no el más desgraciado, todavía lo cree–. Los grandes, del mismo modo, se repetían y se volvían a repetir que todo debía ser un malentendido de alguna clase (de qué clase, nadie se animaba a decirlo, salvo uno que arriesgó que Ariel debía estar conversando no muy lejos con alguna simpática familia de la República Oriental del Uruguay). Pero la realidad es que el verano terminó sin que Ariel apareciera. Y como él tres más, todos con fama de buenos jugadores de escondida.

El segundo chico desapareció al día siguiente, y con él empezaron los rumores entre los veraneantes. El tercero hizo llegar a algunos periodistas de la ciudad; el cuarto a los demás. Los turistas, arrogantes por naturaleza, siguieron visitando la laguna a pesar de los carteles de “Peligro” que alguien había levantado a lo largo de la orilla después del tercer caso. Después del cuarto el gobierno estatal se vio obligado a sellar el perímetro de la laguna con triple alambre de púa, y en la conferencia de prensa más atiborrada del año aseguró al país vecino que veranear en Uruguay seguía siendo seguro. Hacia el final de la temporada, agotadas por la falta de novedades, las cuatro familias volvieron a sus casas y retomaron como pudieron sus vidas de siempre.

A lo largo del otoño -con la anuencia de la policía uruguaya, más proclive al mate que al soborno- numerosos investigadores profesionales y amateurs se acercaron a la laguna para desentrañar el misterio. Caminaron cada metro cuadrado de sus aguas bajísimas y transparentes junto con sabuesos y palos mágicos, desplegaron toda suerte de instrumentos de ciencia, fotografiaron, tomaron muestras, hicieron excavaciones, hicieron danzas, y terminaron por retirarse en silencio. Según declaró un comisario, no se trataba de un misterio que pudiera ser descifrado in situ.

No pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que los chicos volvieron a ser vistos; pasó bastante más hasta que familiares y amigos aceptaron que eran ellos. El primero fue de nuevo Ariel, en El clavel de la derrota, un domingo a las cuatro menos veinte de la tarde por canal 11. Entre quienes lo vieron estaba su abuela, quien guardaba la costumbre de mirar la televisión después de almorzar para no tener que escuchar los ronquidos del marido. No se animó a despertarlo, pero buscó en el periódico el nombre de la película. Durante la cena, su hija los llamó llorando para contarles que una amiga había visto por la televisión a un chico muy parecido a Ariel en una película vieja. Ni el abuelo ni su yerno quisieron darle demasiada trascendencia al asunto, aunque este último sugirió a su mujer la posibilidad de consultar al traumatólogo que les había recomendado la señora del 5to “B” cuando volvieron de Uruguay. Tres días más tarde la abuela consiguió una copia pirata de la película a través de un levantador de quiniela que trabajaba en el centro. Cuando por fin la pusieron en la videocasetera recién comprada, lo que vieron fue El clavel de la derrota, pero no vieron a Ariel. No es que faltara la escena: faltaba él. Algo más o menos parecido sucedió con las otras familias, y aunque en películas distintas, todos los chicos fueron vistos en alguno de los ciclos de cine viejo que canal 11 tenía los fines de semana a la hora de la siesta. Con la misma avidez que los de Ariel, los otros padres quisieron ver a sus hijos. Tampoco pudieron. Hasta que se olvidaron del asunto, y volvieron a verlos, en otro canal, también por la tarde, un sábado o un domingo.

Cinéfilos súbitos, durante algunos años las cuatro madres y los cuatro padres se reunieron con regularidad para estudiar los videocasetes (una novedad, en la época) y a compartir sus averiguaciones sobre directores, guionistas, distribuidoras y corrientes de la crítica. No fue fácil, porque se trataba de productos olvidados que ni siquiera habían tenido éxito en su época. En cierto momento pareció que sus investigaciones llegarían a buen puerto –en cuatro de las cinco películas, un actor encarcelado en 1972 por venta de LSD había tenido papeles de reparto- pero a ese momento no le siguieron otros.

Tantas veces vieron las películas buscando en vano a sus hijos que terminaron confundiendo las historias de la pantalla con su recuerdo. Finalmente, acorralados por el paso del tiempo, el deterioro de las cintas y la constatación de que el mundo vivía su drama como un espectáculo bizarro, dejaron de hablarse.

Hoy en día se levantan dos o tres casas de veraneo junto a la laguna.

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