LA OBRA DE ARTE SE PREGUNTA


Por: Clarisa Anabel Pozzi

“Si las obras de arte son respuestas a su propia pregunta, de este modo se convierten propiamente en preguntas”, dice Adorno. El arte inquieta porque indaga los principios mismos que le dan vida.
El ¿qué somos? ¿Por qué estamos? ¿Para qué vivimos? Son cuestiones que la obra de arte hace manifiesta, que exterioriza en la línea de un color, el trayecto de una palabra o la composición de una melodía.
La pregunta por la identidad tiene respuesta en el recorrido interno que hacemos de la obra, con la identificación, la coincidencia, el rechazo, la aceptación, con un arte que nos sirve de espejo, como un alter ego que nos refleja y nos completa.
Las causas del estar son producto de un llamado a ser, una vocación donde explotamos todas nuestras potencialidades, donde nos descubrimos y aprovechamos nuestro caudal más íntimo en relación con los otros y con nosotros mismos.
La finalidad de lo que hacemos y somos se enmarca en la búsqueda constante de sentido por todo lo que nos rodea, acá el arte intenta dar respuesta en su carácter inmanente a los grandes dilemas que se le plantean al hombre sobre su origen y su destino.
Ya el existencialismo, como corriente filosófica y de la mano de Sartre se preguntaba ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? , en una búsqueda de encontrar respuesta a los males que aquejaban al hombre después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, donde todo se había destruido y el ser humano mismo se había desintegrado.
Esa búsqueda de los orígenes, de lo primigenio conlleva el surgimiento del ser, de lo primordial, la contracara de la nada, el movimiento, la vida. Una energía que se plasma en un lienzo, en un papel, que es producto de la ausencia y alumbra para ser contemplada.
Eso que somos, esencia y existencia, es en el arte devenir de la naturaleza, acontecer. Nos transformamos en testigos del hoy, como afirma Baudelaire, “el placer que extraemos de la representación del presente deriva no sólo de la belleza de la que puede estar investido sino también de su cualidad esencial de presente”.
La obra de arte nos convida a un periplo, traza líneas como venas que se derraman a borbotones, bosqueja la senda imaginaria que se borra en cada andar, emplea la magia del artista para sorprendernos y en cada truco que descubrimos oculta un nuevo truco más.
Cuando el contemplador vislumbra la obra también puede preguntarse por qué es bella, o por qué le causa placer. Según Baumgarten, “al tratar la belleza de lo sensible, ella consiste en la unidad en la variedad, en la consonancia entre las partes de una obra”.
¿Qué tiene la individualidad del arte para reivindicar que ella también es conocimiento, que el “universal”, tal como es formulado en las leyes físicas, no es lo único verdadero? “La validez de la experiencia estética no es meramente subjetiva”, dirá Kant, “sino que supone la posibilidad de la aprobación universal”.
“¿Por qué la obra de arte es el lugar privilegiado de cumplimiento de la verdad?”, se pregunta Heidegger, y detalla: “porque es creada por el hombre, porque es acontecimiento de la verdad, porque es lucha entre el mundo y la tierra”.
En ese combate entre mundo y tierra, la obra no sólo oculta sino también muestra que oculta, hay algo que sabemos que está en ella, un enigma, que no podemos entender. “La obra es una reserva permanente de significados que, en cada receptor, y nunca definitivamente, podrán hacerse explícitos”, concluye el filósofo alemán.
La obra de arte cuestiona y se cuestiona, nos hace partícipes de su universo pero no nos integra en su totalidad, siempre somos visitantes casuales, invitados ocasionales; ese espacio contenido es un tiempo único que disfrutamos a pleno porque atravesamos sus invisibles murallas pero siempre con la obligada premisa de volver a indagarnos.


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