INVITADOS AL JUEGO DEL ARTE
Por: Clarisa Anabel Pozzi
“La función del arte consiste siempre – explica Ernst Fischer – en incitar al hombre total, en permitir al ‘yo’ identificarse con la vida de otro y apropiarse de lo que no es pero que puede llegar a ser”.
El entramado juego del arte nos invita siempre a participar, a formar parte de un plan prefijado, de un tablero que indica comenzar, con una y mil maneras de llegar a la meta para luego volver al inicio.
Como un cubilete de dados con un sinfín de posibilidades, de hábiles combinaciones, de escaleras ascendentes y descendentes que pretenden llevarnos al número buscado en apariencia pero nunca alcanzado.
Como el mazo de naipes abierto en abanico, que deja entrever en consonancia los rojos y los negros entre cada cifra, las letras inquietantes con un as que manda para entonces barajar y dar de nuevo.
Gira la ruleta y los números desaparecen para reaparecer, el azar nos lleva por uno y mil caminos hasta detenerse, el misterioso guarismo indica el arribo, acaba la búsqueda, prosigue un silencio inquietante.
Las fichas de dominó numeran las calles, se enroscan, sucumben, laberintos impares en veredas pares, piezas gemelas que imantan un mismo destino, notas de color negro sobre el marfil.
Jaquean la dama desde la otra orilla, los peones protegen la fortaleza, un caballo dibuja una ele lánguida, diagonales obtusas se entretejen en cada cuadro, el rey está atento, la partida recién comienza.
El juego, definido como automovimiento característico del ser vivo y manifestado en el arte, no tiende a una meta final sino al movimiento en cuanto movimiento, le permite a Gadamer justificar la autonomía y el desinterés de lo estético preconizados por Kant.
Alcanzar el cielo de la rayuela desde los contornos garabateados de la tierra, la piedrita elige su ubicación, y allá vamos en busca de ese sueño presentido que se aproxima a la realidad pero que la supera.
Revoltijo de letras, apenas significantes, intentan ser palabra, es lenguaje. Dirá Benjamin: “el lenguaje comunica el ser lingüístico de las cosas, pero su manifestación más clara es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta ‘¿qué comunica el lenguaje?’ es, por lo tanto: que éste se comunica a sí mismo”.
El lenguaje como el arte es expresión de la vida espiritual humana, y el nombre aparece como su esencia misma. Porque al haber identificación hay reflejo, como figuras espejadas y reconocidas, apenas duplicadas.
No se descifra la cifra del número infinito, un sinfín de posibilidades nos acercan a la ansiada cantidad, la obra inaugura significados, de allí su intraducibilidad, creemos apresar el instante pero el tiempo se nos desvanece entre los dedos.
“El arte tiene que ver con la liberación del espíritu del contenido y de las formas de la finitud”, dice Hegel, y esta tarea lúdica improvisa definiciones en su indefinición, procura conquistar certezas en un mar de dudas.
Y hacemos pie de nuevo cuando creemos captar todo el universo, pero una nueva visión que se entreteje con nuestros sentidos vislumbra otras realidades y el juego retorna a su origen.
“La desconcertante visión de este impotente acontecer – explica Jung – que desborda ampliamente el alcance del sentir y la comprensión humanos, exige otra cosa de la creación artística que la vivencia del primer plano”.
Es imposible desgarrar ese “telón cósmico” que la obra de arte presenta, jamás hace estallar los límites de lo humanamente posible.
Este volver a sumergirse en el estado primigenio de la “participación mística” es el secreto de la creación artística y sus efectos, en este nivel de vivencia, ya no es el individuo el que experimenta sino todo el pueblo.
Y es su carácter colectivo que lleva a “jugar con”, convirtiéndose en signo del espíritu de toda la comunidad; la obra es por lo tanto mensaje surgido del inconsciente colectivo que el creador da a luz, presagio inconmensurable de imborrable identidad.
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