Por Juan Di Loreto
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Ellos, los ángeles, están sin estar; sus miradas les devuelven una realidad en blanco y negro, distante; son, apenas, un soplo, un abrazo imperceptible, un murmullo lejano, una mano invisible que acompaña a los hombres y las mujeres que discurren por Berlín.
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Las alas del deseo (1987) de Win Wender nos plantea un poema fílmico sobre la imposibilidad y el deseo. La película es un detallado recorrido por las calles de Berlín a través de la mirada de dos ángeles (interpretados por Bruno Ganz y Otto Sanders), cuya misión es registrar la vida de los hombres y darles fuerza para seguir adelante. Nadie los puede ver ni intuir, sólo los chicos sienten su presencia.
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“Cuando el niño era niño, caminaba balanceando los brazos. Quería que el arroyo pudiese ser un río, el río un torrente y este charco pudiese ser el mar. Cuando el niño era niño, no sabía que era niño. Todo estaba lleno de vida, y la vida era única. Cuando el niño era niño, no tenía opinión sobre nada. No tenía costumbres. Se sentaba a menudo con las piernas cruzadas, salía corriendo, tenía un remolino en el pelo, y no hacía muecas cuando le fotografiaban”, nos canturrea la voz en off al principio del film.
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En su andar solitario, los ángeles oyen los pensamientos de los hombres en el tren, en la calle, en un circo. Son espectadores de una vida, cualquier vida, que sin embargo anhelan. Son testigos mudos de las pasiones y de las tristezas de los otros. Son, en definitiva, seres sin experiencia que nunca han visto los colores, que no han sentido una ráfaga de viento helado en sus rostros, que nunca dicen ahora, porque están atrapados en la eternidad.
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La marca de los ángeles es la soledad divina. Lo cotidiano, las costumbres, las pequeñas cosas son su deseo, las formas que lo inalcanzable tiene para ellos. Porque no dejan de ser forasteros sobre la tierra, entre los hombres.
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