Germán Rosati





del libro Boca de tormenta, Editorial Huesos de Jibia, 2008.






No apagues la luz, mamá
porque la oscuridad se mueve demasiado y yo
me pongo inquieto.

Las paredes maúllan, ladran y a veces gruñen
se vuelven gelatinosas.
Atruena el parkinson de las persianas
y una manifestación de sonidos
que no puedo mantener a raya.
Estoy mucho más cómodo cuando puedo
untar el resplandor húmedo de mi lámpara
sobre la almohada
pero una vez que se apaga
mis sábanas devienen montañas
que explotan en la sombra
y solo me queda flotar en ellas
para no hundirme.


No insistas en patear las calles
con tus maneras impertinentes
porque sabés de antemano
que los baches te desbalancean el cuerpo
y los pasajes adoquinados se le revelan
a tus pisadas firmes.

A la calle hay que tratarla con cariño
como a una madre enferma o a una florcita
rara, hay que pisarla despacito
como si se pisara el agua congelada
de un lago a punto de ceder,
esquivando la grama que crece
en los intersticios de las baldosas
(porque ¿qué culpa tiene ella
–o las hormigas caminando alrededor-
del mal día que tuviste en tu trabajo a contraturno?).

Además, tenés la suerte
de trabajar en una calle fácil,
con paredes adornadas de motivos tangueros
y coloridos gardelitos que te sonríen.
Estás cerca del Abasto y con vecinos populares
que no se escandalizan de tu tarea.
Con alturas tapizadas por árboles de eucaliptos
que perfuman tus noches de verano
con un mentolado refrescante
que a los puntos los vuelve locos y
les afloja el bolsillo.



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