Por: Clarisa Anabel Pozzi
“La poesía comunica por medio del lenguaje los conceptos, la intención es mostrar, con ayuda de estos signos representativos de los conceptos, las ideas de la vida, lo que sólo se logra con el concurso de la imaginación del oyente”, explica Shopenhauer.
Platón consideraba a la poesía como una “manifestación inspirada”, un producto de origen divino que guardaba más afinidad con la adivinación y las iniciaciones rituales que con la pintura o la escultura.
La raíz de la palabra “poesía” tiene que ver con el hacer, el poeta plasma un mundo, “se apodera de la idea de la humanidad bajo el aspecto especial que desea expresar en el momento en que escribe”, sintetiza el filósofo alemán.
La lectura de un poema nos conecta con lo más íntimo de nuestro ser, se identifica con un sentimiento que se sabe recobrado, nos conduce por el terreno de la imaginación donde un sinfín de recuerdos dan paso a la melancolía.
Imágenes y sonidos vienen a nuestra mente, espacios reconquistados, olores recuperados nos vehiculizan del pasado al presente, y nos dejamos llevar a habitar otros mundos que nos alejan de lo propio pero que a la vez nos sumergen en la materia de lo conocido.
Todo fluye en el poema, lo corriente adquiere sentido de trascendencia, se enaltece, cobra vida propia, se nos entrega también con ritmo propio, nos colocan al alcance de la mano las esencias por descubrir.
La poesía es síntesis de las palabras, se dice en el metro de un verso un infinito, completamos con nuestra lectura la plasmación de un símbolo, “el lenguaje es por lo tanto lo que crea y lo que realiza, es el verbo y el nombre”, explica Benjamin.
Heidegger define a la poesía como “la casa del ser”, “ella inventa un mundo de imágenes – precisa - y permanece ensimismada en lo imaginario; tiene algo del sueño y nada de la seriedad de las actividades prácticas”.
“La poesía es el lugar privilegiado en el que encontramos las coordenadas fundamentales para una verdadera experiencia del mundo. Mientras en el discurso cotidiano, por lo general banal y sujeto a la practicidad de la vida, se enmascara la presencia original, en la poesía las cosas se redimen de esa banalidad y utilidad; todo arte es en esencia, poema; el lenguaje es la ‘sede’ del evento del ser”, expresa el filósofo.
El poema abrevia con densitud, apresa el instante, revive el tiempo del olvido, profetiza futuros consabidos, revela universos quiméricos; el lector se abstrae envuelto en la cadencia de unos versos que magnifican la materialidad de su espacio.
La reiteración es eco necesario para fijar en la mente una representación, la metáfora nos traslada al terreno del símbolo, de la significación; la antítesis contrapone dos momentos, nos da el revés de la trama; la hipérbole transmite la grandilocuencia, el exceso; el hipérbaton desarma el poema como piezas de un rompecabezas que hay que volver a unir y la elipsis nos habla del silencio, de lo “no dicho”.
La poesía tiene su tiempo propio, nos invita a demorarnos. Gadamer dice que “lo que hay que encontrar es el tiempo propio de la composición musical, el sonido propio de un texto poético; y eso sólo puede ocurrir en el oído interior”. “La experiencia estética – continúa el autor – se definirá por el descubrimiento del tiempo propio del poema y por nuestra participación en él”.
Nos demoramos en la lectura de un texto poético, nuestro tiempo objetivo se sumerge en la subjetividad del poema. “Cuanto más nos sumerjamos en él, demorándonos, –explica Gadamer- tanto más elocuente, rica y múltiple se nos manifestará; la esencia de la experiencia temporal del arte consiste en aprender a demorarse, y tal vez sea ésta la correspondencia adecuada a nuestra finitud para lo que se llama eternidad”, concluye.
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