Por Ignacio Santillana
Nadia me dice que es carne de gato, que ella vio en un documental que los chinos comen gato, pero le digo que es el jamón más barato de la zona y, lo más importante: tiene gusto a jamón, y el queso no es malo, y eso solo más un poco de pan sirve, cuando uno vive solo, para una cena, o dos.
Me bajo una parada antes y voy hasta lo del chino. Me limpio las zapatillas en el cartón destrozado que hace de alfombra en la entrada. Cuando saludo sólo se da vuelta Lili, que me devuelve un buenas tardes pausado, lleno de horas sin dormir, mientras pasa un paquete de papel higiénico por el láser. A un costado, un chino de traje azul brillante y polera gris, desarma un equipo de aire acondicionado. Me parece que es el cuñado del dueño, que fuma con los brazos apoyados sobre el mostrador de la entrada, enfrente del cartel hecho a mano, desteñido, que prohíbe fumar.
Me sumerjo en las góndolas y siento la música electrónica que tiene a un chino aullando frenéticamente con delay.
Tal vez no sean chinos, y todo lo que yo creo que es chino, es japonés o coreano, pienso. No hay forma de averiguarlo tampoco. Una vez le pregunté a Lili, pero ella sólo sabe tímidamente que es peruana. Y lo dice con timidez, no por vergüenza, sino porque ya muchas veces tuvo problemas por eso. Ella sólo sabe que es peruana y que trabaja catorce horas para pagar la pieza que comparte con su hijo. También, cuando puede, manda un poco de plata a Perú. Y sabe que el dueño se llama, o le dicen, Lenny.
Un paquete de fideos y una lata de tomate. Le pregunto al chino más joven (que creo que es hermano del que lucha con el aire acondicionado) cuánto vale la lata. Se queda callado, con los tres pelos que le cuelgan de su pera, temblando. Pruebo otra vez, agregando ademanes: ¿precio?, me dice. Le contesto que sí con la boca y un movimiento ansioso de la cabeza. Precio en caja, en caja, dice.
Mientras camino por el pasillo pienso: precio encaja, el precio encaja con lo que estoy llevando, es acorde, el precio es acorde a la cantidad y calidad, el precio encaja, me digo, y me pregunto por qué nunca están los precios en donde tienen que estar. Los chinos viven una inflación imaginaria, digo y me tranquilizo.
Le pregunto a Lili y le digo que lo llevo, y los fideos, y cuando veo el sobre de jugo le digo que me ponga uno, sí, de cualquier gusto, son todos lo mismo, le digo, y ella asiente, otra vez, como angustiada. Cómo está Ariel, le pregunto.
Tuvo que venir de Perú por lo de siempre: el trabajo, o mejor dicho, la falta de trabajo. Vino con sus dos hermanas y su hijo en un viaje que prefiere no contar, pero yo creo entender de lo que habla, o mejor dicho, de lo que no habla. La más chica de las tres consiguió novio al poco tiempo de llegar y se fue a Mar del Plata. La otra se fue a probar suerte a Santa Fe, y parece que no le fue mal.
Lili se mantiene al tanto de sus vidas por internet. Algunas noches, a veces, cuando puede y no está tan cansada, se mete en un cyber y así se siente un poco más cerca.
Una noche me la encontré. También estaba Ariel, jugando en la máquina del fondo (la que impide el paso al baño). Lili me dice que tiene ocho años, y no tiene ningún amigo, y eso la preocupa. Giro para mirarlo y no lo noto triste. Es un chico normal, pienso; totalmente atraído por la pantalla, como cualquiera. Pero sé lo que se siente.
Le conté que era del interior. Que nací en Capital, pero nos mudamos unas diez veces hasta que tuve la edad para volver solo, y quedarme. Mis viejos todavía deben andar dando vueltas, le digo, persiguiendo algún trabajo, o excusándose en que van detrás de él; pero en realidad, se mudan de ciudad cada dos años porque se cansan de todo. Los vecinos, las calles sucias o las calles asquerosamente limpias con olor a lavandina, que mi vieja detesta.
A Nadia la conocí en la facultad. En esa época los dos todavía creíamos que estudiar era una forma de prever, y así, salvarnos. Tardamos poco en darnos cuenta que el mundo no estaba contenido dentro de esas paredes.
Salimos un par de meses, pero enseguida decidimos que queríamos estar juntos toda la vida, y siendo novios no íbamos a durar mucho.
La atracción que nos mantiene cerca es por sentirnos tan solos en la ciudad. No es una soledad normal. La ciudad misma te aísla, dijo alguna vez Nadia, se come todo lo demás. Yo estoy de acuerdo, pero siempre es ella la que tiene ese tipo de reflexiones. Intelectuales, sí, pero llenas de sensibilidad también. Y es eso, ese balance perfecto que sólo ella sabe controlar, lo que más me gusta.
La tarde en la que se peleó con la hermana, tocó el timbre con una insistencia desesperada, y me abrazó, lloró sobre mí, aunque podría haber buscado el hombro de su novio, yo sentía que Nadia era inmensa, y no entraba en ningún lado, por eso le costaba tanto adaptarse a todo; y sentí, además, que aunque lloraba con todo su cuerpo, era fuerte. Fuerte y gigante como una ola de siete metros.
Algunos domingos vamos al parque y nos sentamos en el pasto, en silencio, sólo miramos. Después nos acostamos y hablamos hasta que alguno de los dos se queda dormido.
A la noche vamos a casa y comemos algo. Las condiciones que pone son que ella cocina y compra las cosas. Dice que prefiere gastar más, y no comer carne de gato. Yo le digo que no me puedo dar ese lujo, entonces ella me dedica una de sus miradas más comprensivas, casi maternal, y yo le contesto con un tímido miau.
Ariel está bien, pero cada vez le va peor en el colegio, me dice Lili, ya no sé qué más hacer, lo tratan mal. Le digo que no se preocupe, que no es para tanto, que ya va a conseguir algún amigo, o tal vez, incluso, una novia. Ahí le cambia la cara, el orgullo de madre le sube a los ojos, con el miedo de verlo partir, y todo se mezcla, todos los sentimientos juntos, pegoteados, buscando el desahogo. Lili quiere gritar, me doy cuenta con facilidad, es más: hace tiempo que quiere gritar.
Como ella no lo hace, el chino del aire acondicionado se para gritando unas palabras indescifrables a Lenny, y con Lili nos miramos, cómplices, conteniendo unas carcajadas de otro mundo entre los dientes; y pienso, mientras escucho la música obsesiva, y veo el colorido barato de este negocio, que a Nadia no puede no gustarle la carne de gato.
Quiénes somos
Equipo de redacción:
Marilyn Botta
Carmela Marrero
Guido Maltz
Diseño y moderación:
Pablo Hernán Rodríguez Zivic
elsonidoq@gmail.com
Las opiniones expresadas en los artículos y/o entrevistas son exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Revista Siamesa