JULIÁN LÓPEZ

Tu arsenal

...then he motions to me with his hand on my knee
dear God: did these kind of things happen to you?

Moz

No parecía difícil
ganar
el amor de Riefensthal.
Durante la temporada
Riefensthal permanecía con la palma
blanca bajo la nuca
el plexo dado
todo el revés de la línea
de su brazo la axila que anegaba
mis ojos la palma blanca
bajo el peso
del cuerpo en la ronda humedad
del vientre, yo quedaba tanto,
bajo el peso,
reteniendo jauría,
mirando cosas.

Riefensthal daba
vueltas en el templo
ahora se ponía así, un arco
la cadera, la palma blanca
bajo el peso del rostro
y luego se estiraba en su confianza
y entonces volvía a retraer
el cuerpo del un lado
del otro sus hemisferios
en un sueño amable
poco antes de despuntar
los ojos.

El templo para mí era
una reliquia en desuso
un parvulario quieto
para la vigilia la siesta corporal,
no parecía difícil,
no había nada.
Para Riefensthal tan sólo
un evento que terminaría
y al que tampoco se negaba
por evitar el trabajo.
Resultaba increíble mi boca:
lo único que sabía de
su lengua.
Niet. Nien. Pas. Not.

Riefensthal amaba
la comida odiaba comer
y no existe
solución para algo
semejante cazador y presa
en la victoria indecible
del trayecto del disparo
del trayecto de la carne
al plomo abigarrado
quiebra, mueve después
la escena del faisán
los rumores de lo hondo
de la mesa familiar y más allá
los restos proletarios
mientras desde el salón,
diluyéndose por travelling
(para consuelo de los plexos)
masacre Béla Bartók
(también para celesta)
complica aún más la comprensión.

No parecía difícil, sin embargo.
El amor de Riefensthal.

Comer era un hábito del que
no se desprendía
parte de la presa del disparo
algo por lo que
no mostraba pasión
ni fiereza de apetito cuando
la boca todavía es virgen.
Simplemente su plato,
hasta terminarlo.
Entonces sin regusto
sin mohines de final de comedor
enlazándolos miraba a
su hato de perros,
unos animales mejor
entrenados para la advocación
de la mesura.
Yo aguardaba sin nada
de esa gracia ni orejas
lanudas sobre las pestañas redomadas
ni ese olorcito en la panza
ni ese espíritu perpetuo
de socorro humanitario.
Yo no era su perro
y Riefensthal miraba
las espigas de lavanda,
tres flechas aromadas
en menos de un décimo de agua
del pequeño vaso de cristal
(¡existen los obreros en Bohemia!)
sobre el cáñamo
(¡Tahití existe!)
sobre el plato de plata
(existen las onrubias
del río ancho
ciegas de éter
la piel rosada del calvario)
sobre el lino
de la mesa junto a la ventana.
No parecía probable, entonces.
Que Riefensthal.


En braile
la piel de los abedules
es un órgano plateado
blanco desde lejos
si se mira al bosque
como a un edificio
único.
En el silencio riefensthal
me enseñó a diferenciar
la paradoja de esa piel
finísima en un cuerpo
que se nutre en exclusivo
del frío
del agua fría
la tierra glaciada,
fruto
en generosa retracción.
Caminamos la
verde nevera agria,
sus palitos de la selva,
y años más tarde supuse
que el fin de ese amor
había sido
la preservación.

¿Marchar en busca sólo para preservar?
Deambular entre los taxis
(la víspera oscurísima
de la gónada frutada)
y como todo resultado
ver la maduración de los otros
los malecones desatados
las noches tropicales caen
a un paso de esplendor
del invierno propio.

Más tarde dije un día
agotada la serena
paciencia del que espera
“arden pájaros riefensthal en ramas
gélidas”.
Pronto me di vuelta para
comprobar la reacción
del vespertino experimento:
Riefensthal cruzaba
la frontera hacia otro.
Bosque.


Desde su carcaj emitía
frecuencias que yo
entendía como
una lengua de la que
se saben sólo
tres palabras.
Recordé a la eslava de la amnesia
una mujer theremin
con turbante maestría
y las manos épicas
en desuso de la lírica
que los jóvenes poetas
editan en su burla
(una devoción por estribillos,
la capitulación que reina.)
Antes de que irrumpiera
otra vez el siberiano
manto de noes como nieve,
congelando incluso
lo que no es preciso
preservar,
la sensación de las saetas
aromadas en el vaso de cristal
me devolvió a mi biografía:
Riefensthal disparaba
su no te desconcentres.

Yo atravesaba el pecho
al trayecto material
(sin demasiada voluntad,
más bien como el tren soviético
obligado al magnetismo)
¡alguna vez encarnar!
para dar fe
del mito del centauro
y sangrar el anca ante
sus ojos como prueba.
Mi parafernalia
del ardor
para quien no daba
crédito a la exorbitancia
de un cuerpo que de tanto
queda laxo.
¡Riefensthal! ¡Riefensthal!
mis cuerdas olvidaban
la tercera voz
que inicia la materialidad
de lo que existe.
No parecía probable trinidad,
pero ganar su atención.
Riefensthal con la piel plata
volteaba minutos antes
y las plumas del carcaj
viraban tornados
en el aire de su espalda.


Es apenas pasado
el mediodía de domingo
precioso brilla el invierno
un cristal cupulado
que irradia temporal.
¿Es verdad que estuve en Riefensthal?
La certeza de la noche
de Klímov
(esa que avanza cuando
pesa el esternón
por la cruz de a mi lado nada)
suelta los ojos alrededor
ahora ya en este instante
tan ultralivianos
por esta tarde que mi piel
comprende lo más tibio:
el frío.
¿Es verdad que crucé los aeropuertos,
que fui la diagonal
hacia una Israel sangrienta?
¡Riefensthal! ¡Riefensthal!
Es verdad que me miraste
de lejos en el bosque
de abedules sembrados a distancia
que una vez es verdad que fue
que yo estaba
vestido de cirílico precioso
atemporal
en la cúpula de vidrio
agitada la nevisca,
(un souvenir de Praga traído de Luján)
por la mano de quien
no.
Verdad que irradié Riefensthal
que soy un meteoro.
¿Verdad?





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