Por Rubén Darío Higuera (Corresponsal de Siamesa desde Colombia)
Los días pasaban fríos y desolados; la ciudad de Memphis, acunada por canciones de Elvis y siembras de algodón, dormitaba intrépida mientras esperaba el retorno de uno de los astros del Blues. Las calles, deshabitadas y tristes, hacían nula la posibilidad de un estruendo musical, de una visitación apocalíptica.
Miré el reloj de la estación del trolley, eran las seis en punto de la tarde y la noche se adivinaba sin sorpresas. Caminé buscando un rostro de mujer mientras aspiraba el humo de un cigarrillo a medio terminar.
La voz de un hombre interrumpió mi rutina, su inglés era brusco y veloz pero entendí su invitación. Con excesiva amabilidad, luego de entrar en el local que ofertaba, dispuso una mesa para mí y me ofreció un prolongado menú de licores. Entrar al bar fue despertar de un letargo largo y aburrido, reconocí, después de unos minutos de reflexión, la canción que llegaba a mis oídos: “3 O´clock blues”, en una versión femenina que desconozco y que me pareció repulsiva en ese momento. Pedí una cerveza y esperé en silencio su final. Fue entonces cuando me enteré de lo que acontecería unas horas más tarde, y entendí, con alegría y resignación, que la ciudad de Memphis aguardaba paciente su furor y su excitación hasta que llegara aquel momento. Leí el cartel, pequeño y sencillo, que me informaba el milagro: “B. B. King live in concert, December 10TH, 2008 Tickets on sale now”. Me dirigí dubitativo e incrédulo al mozo del bar y en el asombro de su afirmación (que confirmaba que el concierto sería al día siguiente), salí del pub a rematar aquel martes lúgubre, entre pasos y lágrimas (Walkin´ and cryin´ como bien dice el blues del maestro) frente a la imposibilidad de adquirir una entrada.
Mi sorpresa fue mayor al descubrir el lugar en el que me encontraba y del que a causa de mi insomnio y mi descuido permanente, no había identificado en el momento de la invitación. La calle era angosta. Todos los locales brillaban al ritmo del soul y las cervezas, y supe que había llegado, sin estar buscándolo, al paraíso.
Ahí estaba frente a mí la gran Beale Street, la calle del soul y del blues en la ciudad de Elvis Presley a la que accedí sediento de locura y solos de piano, sin advertir que el local que abandonaba (lo supe al ver las luces de neón desde el extremo de la calle) era el “B. B. King´s Blues Club” y que éste era el lugar idóneo para permanecer irrevocablemente víctima del asombro por toda la eternidad.
Beale street me acogió, y en ella permanecí toda la noche buscando el imposible encuentro con una mujer o con algún desconocido que reconociera mi necesidad de ver al rey (King) y cual ángel guardián me diera un tiquete de entrada para asistir (ese diez de diciembre que se aproximaba) al concierto de una de las más grandes figuras del Blues.
No sucedió, me dirigí al hotel frustrado y con una decena de cervezas en mi hígado a dormir mi anhelo y a esperar a que el nuevo día me enviara de vuelta al B. B. King´s Blues Club a importunar a la administradora hasta obtener mi entrada. Aunque cualquiera que me observara pudiera intuir mi falta de esperanzas.
Después, todo fue color de rosa, desperté silbando la melodía de “Tune up” uno de los grandes temas musicales de Miles Davis (que dos días más tarde tuve la suerte de tocarlo en el mismo escenario en el que tocó Mr. King) y mientras tomaba mi desayuno (a las cuatro de la tarde) me asaltó la seguridad de que en algún rincón de Memphis alguien tenía una boleta de entrada para mí. A modo de oración y recordando algún poema de Borges, supliqué al cielo para que esa persona estuviera en la acera frente al pub, esperándome.
Tampoco sucedió, y contrario a mi deseo lo único posible fue una espera que creí interminable frente a la puerta de entrada mientras contemplaba dolorosamente cómo más de trescientas personas iban entrando eufóricas y galantes al recinto sagrado que recibía después de varios años de ausencia al hombre que bautizó aquel lugar y que tocaría sin reservas su guitarra Lucille.
Luego, el deseo se hizo carne, y tras horas de espera y a pocos minutos de que iniciara el concierto, la mujer que administraba el local, ya cansada de mi insistencia y mi inamovilidad, auguró una buena nueva y mientras hablaba (una voz reticente y afónica que incitaba a la pasión) se alejó para no volver, o al menos eso creí yo, que no entendí una sola palabra de lo que dijo salvo que siguiera esperando haber, si de pronto, se podía buscar solución a mí problema.
Y sucedió, seguí esperando hasta ver como se aproximaba a mí sudorosa y aturdida por tantos quehaceres y con un tiquete en mano que me cambiaría por uno de los dos billetes de cincuenta dólares que tenía en el bolsillo interno de mi chaqueta. No dijimos nada. Su mirada cómplice me invitaba a la coquetería pero su afán me rechazaba con mayor fuerza. Le sonreí y entré.
La entrada fue triunfal. Después de ver cómo una veintena de personas se quedaba afuera y trataba de escuchar alguna nota cantada por Lucille con el virtuoso tacto de B.B. King, sólo pude sonreír ante mi suerte de latino incomunicado y mi ansiedad revocada por el fogoso sentimiento de alegría.
Lo que sucedió después se resume en presentaciones efímeras con alguna mujer que explayó su amabilidad en la cuenta del bar; brindis cercanos y distantes que contenían canciones sin cantar y, una buena dosis de Rhythm and blues que se acrecentaba al mismo paso de la lívido. Pero fue una noche sin besos, y esa pasión se metamorfoseó en ebriedad y en la ausencia de palabras en un idioma ignoto que sólo cobraba sentido en las canciones que llegaban del escenario: El gran B.B. King más vivo que nunca llegó a las diez de la noche con un amable y divertido saludo que pronunció desde un sillón que ocuparía, sin levantarse una sola vez, hasta el momento de su partida a las tres de la mañana, tocó y cantó con sapiencia temas de su último trabajo discográfico y otros que ya son leyenda.
Un solo que tocó con su guitarra mientras hablaba con comicidad fue la despedida que me llevó, solo y poco virtuoso, ante su sillón mientras sus fanáticos le pedían algún autógrafo. La gente celebraba el gesto amable y algunos mostraban a modo de trofeo la firma y la dedicatoria que se dejaba ver en sus camisetas, cds y en sus boletas de entrada, una mujer (la misma que pago mi cuenta y auspició mi borrachera) celebraba haber recibido de las mismas manos de B.B. la cadena de plata que retiró de su cuello el maestro, y yo celebré el eco de sus palabras cuando respondió mi pregunta (más valiosa que una firma pero no más que la cadena) Where are you going to Colombia? con una voz opaca y un acento roto que me delataba; Me miró, retiró sus manos que había dispuesto para recibir algún papel u objeto en el que pudiera firmar y sonrió al tiempo en que me hablaba: Wow gentleman! let me think that… Se levantó del sillón, y con una última mirada que abarcaba todo el recinto alzó su mano y dijo adiós.
Rubén Higuera: A muy temprana edad inicia sus estudios musicales que años más tarde abandonará por su ocupación literaria, es el fundador y actual director de la revista CinePalabra y autor de varias novelas de tinte filosófico y del libro "Estación Dolor" que se lanzará a mediados de este año.