Por Karen Garrote
Intentá, dijo él. Pensá el mismo texto en tercera persona. No te compromete tanto, y libera otras cosas. No te compromete tanto, y te aleja, pero no. Quedáte en el episodio de la sillita roja, que con eso sólo yo podría escribir un cuento de un tirón.
“Cierra los ojos, y vuelve al lugar del vacío absoluto. Al más vacío de su infancia, al que ya no se sostiene, al que ya no se puede pronunciar, porque perdió su nombre en la memoria desventurada de una niña que prefirió olvidar, a desgarrarse en un silencio. Retorna al espacio sin tiempo que son sus recuerdos, a esos manchados y ajados, esos que nadie quiere agarrar porque huelen mal, y se deshacen.
Sin embargo, en el rincón de la cocina, ahí, ahí nomás, atrás de la puerta, sobre el papel de diario manchado de grasa, al lado de la costilla mordisqueada por el colita, está la sillita roja. Está igual. El tapizado rojo, rojísimo, hecha de mimbre, pequeñita (ahora es pequeña, pero antes, antes era el sillón real de una princesa sin súbditos, de un hada sin varita, de una heroína sin nadie a quien rescatar). Está dada vuelta, para que mire a la pared. Al rincón descascarado y raído, a la nada que es el castigo, al abismo de las lágrimas que quedan encerradas en un lugar tan chiquito, justo donde les es imposible multiplicarse porque ya no caben más que diez lágrimas. Tan sólo diez. Solía contarlas, pues no había lugar para más, eran las lágrimas o ella. Sólo diez.
Ni siquiera el colita se le sentaba al lado a esperarla. Sintiéndose invadido huía debajo de la mesa verde de la cocina, ofendido. Daba dos o tres vueltas y se enroscaba ofuscado, y ni la miraba. Ni un mísero gesto. Ahora piensa en el punto de unión de aquellos dos muros que eran su cárcel. Esa línea que seguía con sus deditos hasta el piso, de aburrida que estaba. Atrás el mundo giraba, pero sin ella. Atrás comían el postre, pero no les sabía a nada. Ahora sabe que nunca se perdió de nada. Y que le sirvió para no estar, para desaparecer en su mundo del rincón y realeza venida a menos.
No gires la cabeza. No te des vuelta. No mires. No me mires. No nos mires. No. No. No. No.
La voz del padre. La ley que debería funcionar. Pero en ese universo de papel grasiento bajo sus pies, sólo había que taparse los ojos para desaparecer. Sólo había que jugar a ser rescatada. Y a que la silla real, se transformara en sillón de tortura.
Ahora se mira el ombligo, y gira la cabeza hacia la cocina. El horno al rojo vivo. ¿Empanadas o tarta?, ya no recuerda, pero sí recuerda el calor en su vientre y el olor de la pomada para quemaduras. De vuelta al rincón.”
¿De verdad no me compromete tanto?, quisiera que ahora me digas, cómo me levanto de la sillita roja, cómo me arranco de la escena en la que me metí, y ni siquiera escribí un cuento de un tirón.
(Sigo esperando que mi príncipe me rescate)
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