LA GEOMETRIA DEL AMOR

Por Leonardo Saguerela


Ella está en mi cama, boca arriba, con su cara que es el esqueleto de una luna de carne. No es hermosa, es linda, y con eso basta. Me gusta su cuerpo, a mí, que sólo sé mirar rostros, para luego comprender que esos rostros no consiguen la belleza singular que pretendo en ellos, una belleza simpática que no abunda. Sin embargo, me recuesto a su lado –como dicta su cuerpo- presa de la ficción amorosa que me apresuré a comenzar a escribir desde el día en que la conocí.
-Sos tan lindo –empieza ella, mientras intenta, sin lograrlo, detener a mi gata en su tarea de morder su cabello negro extendido.- Me encanta cuando te crece la barba, te hace ver tan hombre. ¿Sabés qué? Vos sos el primer hombre verdadero con el que salgo. El primero que se fija en mí. ¡Mis otros novios eran chicos!
A este hombre le tiembla el abdomen y las piernas, y es injuriado con razón por el resplandor de la tarde que va desde la calle hasta sus ojos: síntomas auto infligidos provocados por la mezcla de sustancias que llama organismo.
-Te amo –digo, pues qué otra cosa podría decir.
Lo digo mientras pienso en una plegaria que es de las atendidas. No creo poder lograr una erección y se me haría imposible ocultar mi falta de ánimo. Ella se aleja y yo calculo una escena de niña de provincia que cree mi declaración de amor como un pedido de parricidio. Una chica buena, como ella, que no bebe alcohol motivada por el simple hecho de tomar antidepresivos –adecuadamente recetados por un psiquiatra al que asiste por sus ataques de pánico- y que no podría más que espantarse ante la invariable realidad de mi adicción a todo. Sé que le gusta esa imagen de mí; imagen que apenas tiene un resabio exagerado de la realidad.
No obstante, esta estrategia de estar sin estar y luego hablar de amor tiene un punto débil: no puedo mirarla a los ojos. Es ahí donde ella podría descubrir que mis palabras no cuentan más que como tales. Sobretodo la palabra amor, que repito en oportunidades claves, según mi memoria emocional dicta. Porque alguna vez amé, y esta chica tiene todos los condimentos para gustarme, que es el principio menos rígido de mi lista que casi comienza y termina con un culo que si al menos no permite ser penetrado goza de rotar a la hora del sexo.
Me comporto como un divorciado de cincuenta años, entre quienes, por supuesto, se encuentran mis amigos más cercanos. La sinceridad sólo puede darse entre hombres, o entre hombres y mujeres antiguas, y ella no es una mujer, es un espejo de nena.
Quedamos, entonces, nuevamente a un ojo de distancia mientras respiro con la agitación de tres paquetes de Marlboro diarios. Busco esa simpatía en el movimiento de su pelo oscuro, que mi gata muerde, celosa, mucho más atenta al futuro y al pasado de fantasmas que yo. No obstante, gatita, único amor, mujer muda a la cual amo como a nadie, no me engaño: entiendo que la compañía es sólo otra compañía. Que esa chica de veintidós años tiene una laptop con el Word siempre abierto. Si tuviera una cámara de fotos, sería fotógrafa. Porque esta chica, gatita, no sabe el significado de la palabra pretensioso.
Y ahora que es la tarde de un día cualquiera, la luz de la calle entra por la persiana en filamentos de tierra. Ella me besa y yo apenas siento sus labios sobre los míos como la parte de un cuerpo disponible. Llevo unos calzoncillos tan sucios que me dan asco a mí mismo, que soy un sucio. Todo soy yo. No hay nadie más que yo en el mundo.
-El amor es femenino –dice ella, de repente, dejándolo caer.
Y ese dejo de inteligencia me emociona, me hace pensar en un futuro con bibliotecas octogonales. Y luego pienso, desconfiado, en que ella oyó esa frase de algún otro, probablemente de ese otro que niega ver: la televisión.
-Es verdad –digo, sonriente-. ¡El amor es estúpido!
Después me río. Me gusta mi machismo. Y luego hago, simplemente, aquello que mata el amor verdadero, el amor que sentí y que ahora es un recuerdo. Digo algo propio.
-El amor es para nosotros lo que Dios es para una persona religiosa –digo-. Se trata de tener fe, de olvidar o de desconocer la geometría que lo compone. Te amo porque tengo fe en que el amor existe. Tengo fe en el amor. Y si el amor existe, vos sos el amor.
-Yo también te amo –dice ella, apenas.
De convertirme en el emperador del mundo, mi primera medida sería aumentar el precio de los cuadernos y de las lapiceras. El lenguaje es una sustancia simétrica, que juzgan lo bello sin saber lo que es la belleza. Que juzga el amor sin saber lo que es estar enamorado.
Entonces yo no te amo, pienso, mientras me pregunto cómo es que esto que me pasa a mí no es demasiado para cualquiera.

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