La segunda entrega de la película en que los animales buscan escapar otra vez del mundo humano. ¿Podrá refutar entre el público infantil aquello de que las segundas partes nunca fueron buenas?
por Santiago Meilán
La relevancia de los dibujos animados sin duda no tuvo que esperar al grupo formado en torno a Oscar Masotta para ser manifiesto. Pero a partir de las publicaciones realizadas en revistas como Literal, Lenguajes, o aun en colectivos alejados ideológicamente del psicoanálisis argentino, es que la recepción de productos pertenecientes a dicho arte comienzan a ser analizados desde una perspectiva menos inocente. Tampoco podría decirse que la actual Dreamworks, de intereses asociados a la Walt Disney, estaría demasiado preocupada por lo que grupos de intereses más académicos pudieran agregar a la evidencia. Seguramente Etan Cohen, guionista de Madagascar 2, ni se plantearía la esencia desvinculada de toda circunstancia objetiva exterior del animé cuando realiza su trabajo, tampoco estamos tan seguros de la correspondiente autoconciencia presente en su tarea respecto de algunas realidades ideológicas que han ido penetrando la dinámica de las grandes realizaciones infantiles.
Una pregunta oída en la platea relanza tal vez alguna premisa pertinente propuesta en su momento por Ariel Dorfman y Armand Mattelart en el trabajo clásico sobre las historietas de Walt Disney. Una niña preguntando ¿qué es la democracia? reajusta todo intento de espectacularidad e ingenuidad cuando lo previsto sería que semejante pregunta la realizara más un consumidor de Mafalda que uno de películas como Madagascar. La inocencia parece haber sido desterrada del mundo del espejo.
Con reminiscencias y referencias concretas a la cultura norteamericana –el lego comentarista rescató dos, una de ellas referida a los Simpsons (el capítulo en que Bart es aquejado por alucinaciones y pretende ser atacado por seres diminutos que destruyen el aeroplano en el que viaja), y la segunda más erudita, respecto de la ‘adhesividad’, término de la pragmática de William James— el intento, esta vez, de congeniar los grandes relatos de la cultura adquiere costados que, a la altura de los acontecimientos, exceden cualquier posibilidad de ocultamiento de tramas trágicas con un colorido saturado, que en definitiva nos habla más de impericia e incultura, que de una humilde sumisión a historias más logradas anteriormente y con los mismos medios.
La realidad de los resultados desgraciados de toda segunda parte es la que sin duda obstaculizó la realización de una buena película. Sin embargo puede ser un medio interesante para observar algunas prédicas actuantes en la imaginería de la industria audiovisual para niños. Los intentos por graficar el mito de Ulises, esta vez con un batallón de monos ‘comunistas’, da un resultado gracioso. El locus del héroe débil, marcado por la inadecuación corporal frente a la abusiva fuerza del contrincante está bien graficado en una batalla al estilo del circo romano. La belleza lograda en la reproducción de los paisajes es inigualable ya por productoras locales. Y la innecesaria espectacularidad, fuera de lugar en las primeras escenas, se revierte cuando el héroe (es un león, aclarémoslo para los que desconocen la primera parte, aunque de ningún modo parecido a Simba) enfrenta el problema de la amistad una vez encontrado su lugar en la manada: una troupe de un millar de cebras cantando en la savana provoca un efecto deslumbrante.