El pasado no pide permiso de Nicolás Pose

Estaban sentados, uno enfrente del otro. Eran las cuatro de la tarde y la llovizna no cesaba. El humo del café sobrevolaba levemente las tazas. Él encendió un cigarrillo. Ella lo miraba y simplemente veía un rostro: nada extraordinario. Fumó, y también la observó. Largó el humo y le hizo una pregunta. Acostado, mira como su padre le grita a su madre. Ella llora, enciende un cigarrillo, se seca las lágrimas, suspira, tiembla en la silla del cuarto. La tiene agarrada de un brazo mientras le grita. Ella no contesta, simula que no entiende y se retrae con un gesto. Vaya gesto. Se toca el cabello castaño mientras el rostro de él se torna inquisidor. Ahora se alisa un mechón. Bebe café y sigue hablando. Ella aún no ha levantado la taza que se mantiene estática sobre el platito blanco. Y sigue preguntando, sigue interrogando; ella se mantiene en silencio. Cierra los ojos, está harta de escucharlo. Su cabeza es un nido de voces que vienen y se van. Eso es lo que quiere: que no signifiquen nada. Eso es lo que no desea: estar monologando. Tiene bronca, el odio aumenta proporcionalmente a la no escucha, odia que el otro sea invisible, que él se sienta sin cuerpo. La tenía agarrada del brazo y no paraba de gritarle. Siempre le gritaba. Está apagando el cigarrillo contra el platito de la taza. Se ha callado. Es una escena de cine mudo con los colores de la tarde. Ahora mira por la ventana: las gotas de la lluvia siguen formando circulitos en los charcos. Ella le hace un gesto con los ojos, abre una mano. Ahora está abriendo la otra. Ambas palmas en el aire apuntan hacia el cielorraso del café. Él se pregunta qué significa esa mímica, y si habrá escuchado algo de lo que ha dicho. Odia perder el tiempo. El trabajo. Está cansado del trabajo. Se sorprende de que ella no le haga por lo menos una pregunta acerca de sus responsabilidades. El gesto anterior ha durado tan sólo cinco segundos: el tiempo suficiente para destruirlo. Ahora se están mirando nuevamente a los ojos. Ambos se preguntan para qué o por qué han venido. Domingo, cuatro y media de la tarde. La llovizna no cesa. Sencillamente no hay una razón especial. El encuentro comienza a parecer una excusa. Él está triste, empieza a sentir el hastío. Cree que no va a lograr su propósito. Su rostro apunta hacia los zapatos. Ella lo mira: descubre una cabeza con el cabello un poco más gris que antes. La mano cerrada hace un ruido, el largo cabello rubio tiembla repentinamente. Siente que ha estado hablando solo todo el tiempo. Ella ahora se ríe, una leve mueca. Él ahora demuestra poco a poco cómo se va enojando. Ha comprendido la mueca, el guiño, por primera vez, y se siente un idiota. Una burla, eso es lo que entiende. Está nervioso, siente que su corazón se acelera. Tiene miedo. Ella lo mira fijamente. El gesto, otra vez. Está enojado, sabe que ella se ha dado cuenta de algo. No puede disimular. La mano libre se estampa contra la otra mejilla. Sollozos...Piensa y no se decide. Ha vuelto de comprar un atado de cigarrillos en la esquina. Todavía no adivina por qué ella sigue allí, sentada así, con ese perpetuo movimiento en su rostro que parece reconfortarla. Se siente disminuido, deshecho por el descubrimiento que ella ha logrado. Un rostro, un gesto, sus palabras, y los recuerdos están funcionando como delatores. Lo sabe, ya es tarde para huir. La única fuga es demostrar lo contrario, eso es lo que piensa. El ruido del cinturón resbalando a través del jean, la faja completa se mueve con velocidad y efectúa una marca en la piel: estigma cristiano del dolor. Ella sigue haciendo sus morisquetas, sin habla, siendo consciente que no le hacen falta las palabras. Hay partidas que se ganan en silencio, porque el mutismo construye heridas si yo sé lo que él quiere y él no sabe lo que yo quiero. Porque las personas son más por lo que callan que por lo que dicen. Domingo, faltan quince minutos para las cinco. La llovizna no cesa. Mudos, se siguen mirando. Ya no hay secretos. Se podría decir que el diálogo no hace falta: el silencio es devastador. Siguen sentados, frente a frente, ya no hay muecas, sólo se escucha la llovizna y los ecos de los motores de los automóviles que pasan por la avenida. Siente más frío que el que tendría que sentir por el ambiente climatizado. Otro cigarrillo. Sollozos, la puerta se cierra; oye golpes secos desde hace un rato. Llora mientras se escucha la angustia de una mujer. Ha vuelto a hablar, no soporta más la quietud latente; porque lo sume en pensamientos, y eso no lo soporta. Por eso siempre se ha concentrado en la música del café. Pero no le agrada, no lo distrajo en el tiempo del encuentro. Ella se está levantando, ahora, mientras él sigue hablando, se está levantando. Gritos, sollozos, un golpe de puño, tambalea la mesita, los pedacitos de las tazas esparcidos en el piso, zapatos que suenan en la cerámica. La lluvia no cesa, el eco de los automóviles es interrumpido, revolotean unas palomas asustadas: la sangre cae desde la mesita como una catarata colorada. Domingo, cinco de la tarde.

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