Es hora de levantarse, querido ( sobre My own private Idaho, de Gus van Sant)

Por: Ileana Kleinman

Mike duerme. Todo el tiempo. En cualquier lugar. Cada vez que le surge esa necesidad. No lo puede evitar. Tiene que dormir. Como sea. Donde sea, y aunque no haya nadie alrededor. O aunque sí lo haya. Mike duerme. Y, casi siempre, el mismo sueño: la casa de madera que está junto a un árbol joven debajo de ese cielo celeste y con nubes.

Pero esta vez está despierto. Y no está solo. Esta vez es de noche y hace frío. Hay un fuego cerca, en algún lugar de la ruta hacia Idaho. Mike está sentado junto a Scott, su compañero de trabajo, su amigo. Ése, con el que hizo tantas bromas. Ése, que tantas veces lo cuidó mientras dormía, que tantas veces lo llevó a algún lugar cubierto, seguro. Ése. Sí. Scott.
Y esta vez está oscuro, no se ve mucho más que a los dos hombres, jóvenes, hablando. Están cansados, viajaron en moto todo el día. Y ahora, se recuestan, se miran, sienten el calor de esas llamas que los rodean. Comparten ese momento, debajo del cielo azul y con estrellas. Y hablan. De lo que nunca habían hablado antes. De sus sueños. Porque esta vez Mike está despierto y conoce lo que desea, lo que hubiera deseado, el tipo de pasado al que le hubiera gustado pertenecer, las cosas que viene añorando desde hace tanto tiempo, las cosas que sabe que ahora no puede cambiar. Lo que le fue negado. Mira para atrás, recuerda, cuenta, sufre. Es escuchado. Eso le gusta. Sabe que puede contar con Scott y sabe también que es momento de mirar hacia adelante. Porque los sueños no son sólo cosas que podrían haber sido y no fueron. Los sueños son cosas que aún pueden llegar a ser. Y estos sueños, los suyos, los nuevos, se construyen junto a Scott. Entonces, Mike sigue, se acurruca, abraza sus piernas, se hace chiquito y narra: acerca de lo que quiere, acerca de lo que más le gustaría conseguir y de lo que está dispuesto a hacer. Entonces, con timidez, con miedo, temblando, Mike le habla de todo esto a su amigo. Entonces, con timidez, con miedo, temblando, Mike le habla a su amigo de amor. Se expone, más que nunca, en esa noche oscura. Y, claro, Scott le presta atención, entiende todo lo que escucha y responde. Y, claro, Scott habla además, aclara, rechaza las ideas de su amigo, porque él también tiene sueños que concretar. Y no son los mismos. Son sueños que se contradicen, son prácticamente irreconciliables con los de Mike. Para él, está claro, el amor entre dos hombres no existe. El compañerismo, la amistad, el sexo a cambio de dinero, si. Y nada más. Mike recibe esta respuesta, ésta negativa y no le queda más por hacer que bajar la cabeza y aceptar que, otra vez, lo que quiere no va a suceder. Se entristece, si. Pero no se sorprende. Quizás sea por la costumbre.
En adelante sólo va a quedar entre ambos este momento de la charla, de la cercanía en el clima tan frío, mientras sólo se escuchan algunos grillos y el ruido de las brasas ardiendo en ese lugar alejado. Sólo va a quedar este momento de la cercanía inconclusa, porque más allá Mike no va a poder llegar. Porque es a partir de acá que va a aprender que los sueños que necesitan de otro para realizarse no siempre van a poder ser. Que por el momento, va a tener que seguir soñando solo y anhelar alguna otra cosa, llevando el dolor de este amor no correspondido. Que va a tener que conformarse con lo que Scott le puede ofrecer: su compañía y un abrazo fraternal y compasivo en el medio de esa noche fría, en algún lugar de la ruta hacia Idaho.

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