Un pasaje hasta ahí
Reseña de American Visa de Juan Carlos Valdivia
Por Jimena Repetto
Bolivia hace más de cien años produce cine. Reseñar una película boliviana intenta aquí reparar una carencia, no porque falten películas oriundas de esos pagos, sino porque, aún habiendo, faltan voces de aviso que las promocionen. En este panorama, American Visa de Juan Carlos Valdivia es una esperada sorpresa.
Mario Álvarez (Demián Bichir), profesor de inglés de un pequeño pueblo, anhela desesperadamente la famosa visa para ir a Miami. Allí planea encontrarse con su hijo y, de paso, quedarse ilegalmente en tierras estadounidenses para trabajar en los más bajos escalones del rubro gastronómico. En su frustrado intento conoce a Blanca (Kate del Castillo), prostituta despampanante, con el descaro de enamorarse de nuestro protagonista. Si bien la película no se sostiene sobre esta historia de amor, la relación entre los personajes se tensa ante los sueños que cada uno acarrea: Blanca parecería no tener la menor intención de abandonar Bolivia, mientras que Mario es capaz de planificar un robo para sustentar la “compra” de un pasaporte. Esta fórmula permite que los problemas sociales y políticos que se exponen terminen anclándose en una situación tan conocida como tentadora: la de los amores imposibles.
El guión esponsable del dinamismo de la estructura fílmica está basado en la novela homónima de Juan de Recacoechea -merecedora del premio Erick Guttentag-. No deja de ser interesante mencionar que el autor declara haber encontrado su fuente de inspiración en situaciones y personajes reales: “Un día fui al consulado de Estados Unidos para pedir la visa y, mientras estaba esperando, conocí a un profesor orureño que estaba sumamente nervioso, se le veía temblando y no podía ni moverse. Yo tenía un número antes que él, me entrevisté y me dijeron que volviese en unos días. Al salir me despedí, le deseé buena suerte y no lo volví a ver más”, cuenta Recacoecha. Pero no sólo Mario tiene su alter ego real, el personaje de Blanca, la prostituta que en la película pone el cuerpo por “el bolivian dream”, está inspirado en una chica paceña que paradójicamente reside hoy en los Estados Unidos.
Los logros de la filmación, el ritmo del guión y la destreza de los actores no fueron pasados por alto: gracias a ellos esta película logró el premio Ariel –mayor premio del cine mexicano- y fue nominada a los premios Goya. Estos reconocimientos que el circuito internacional de festivales otorga, implican para el cine del sur de nuestro continente mucho más que un viaje de turismo.
El tour de festivales abre a las películas latinoamericanas la posibilidad de ampliar su distribución, lo cual garantiza no sólo un aumento en el potencial público, sino también la paralela posibilidad de recuperar los fondos invertidos en las filmaciones. En este sentido, así como Mario se desespera por su pasaporte extranjero, el cine latinoamericano se expone pleno por un premio.
Valdivia, nacido en La Paz y con un título del Columbia Collage de Chicago, no ignora este detalle. El director en 1995 con su ópera prima Jonás y la ballena rosada -basada en la novela de José Wolfango Montes Vannuci-, logró ganar el premio mejor ópera prima en el festival de cine de Cartagena.
Con estos antecedentes y gracias a la coproducción con México –ambos protagonistas son mexicanos-, Valdivia logró un estreno con bombos y platillos para su segundo film. En octubre del 2005, se estrenó en simultáneo en seis ciudades bolivianas entre las cuales estuvo La Paz, ciudad donde durante once meses se realizó el rodaje. Como si esto fuera poco, se contó con la presencia de Bichir y del Castillo. La película no sólo fue un éxito en las salas, al estrenarse en formato DVD las copias legales se agotaron. Además de aquéllas originales, se calcula la existencia ilegal más de cien copias.
En definitiva esta película logró un público masivo lo cual responde a las intenciones originales del director. Tratándose se visas y accesos, esta película fue diseñada para poder ser vista a varios niveles, sin perder complejidad gracias a la multiplicidad de lecturas que posibilita.
Si el gran cine industrial de los países centrales da lugar a himnos y cánticos del “american dream”, esta producción se destaca por declarar el contrapunto y los entretelones de la desigualdad. Desde el terreno latino, se escuchan aquí las voces que sacan un pasaje hacia un mapa trazado por promesas y sueños. Junto a ellas se levantan los votos de quienes exponen el desarraigo y el dolor que se cargan al partir.
En este sentido, si las luces del ascenso han ingresado reiteradas veces en la pantalla, es lógico que las producciones latinoamericanas muestren la injusta contra cara de una fiesta con entrada reservada.
Triste es concluir que la producción cinematográfica no queda exenta de este juego. Después de todo, también es un sueño filmar desde nuestra latina y periférica industria y cumplirlo una regocijada promesa para el espacio propio. El universo de nuestras cámaras que apunta sobre los conflictos que suponen las fronteras, debe atravesar los océanos para obtener un pasaporte dorado que amerite el éxito internacional y posibilite créditos para seguir filmando.
American Visa logra un sutil equilibrio: sin apelar al panfletismo ni a la lágrima fácil deja las reflexiones a criterio de la butaca. A su vez, combina la seductora ficción con la crudeza real del éxodo de quienes traman ilusiones detrás de las fronteras. Con sus sabidos atributos, esta coproducción latinoamericana atraviesa todas las fronteras y viaja premiada de norte a sur y de este a oeste.
Hay cierto arte en lidiar con las palabras, en apretarlas, pero que no ahorquen. Dejarles correr por dentro la ternura sin que se vuelvan pura retórica.
Tenemos que decir algo y no sólo decir. Es nuestro manifiesto.
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