Mozo, de Verónica Volman


Imagen: Ernest Descals-La historia del pintor.


Cada tanto, tengo que hacer tiempo en la calle. Entonces voy a la cafetería de la esquina, donde se cruzan dos grandes avenidas. Colectivos, pequeñas muchedumbres en las veredas esperan para cruzar, otros ya sobre la calle apuran el tránsito.

Todos conocen estas avenidas, todos las transitaron alguna vez: son una verdad fundamental, más que popular. Desde aquí se puede venir de cualquier lado y llegar a cualquier barrio. Que una persona sea vista por acá- sea un filósofo, contador, hijo de patricios o técnico en computación- no dice nada. Por eso me siento cómoda: aunque quisieran juzgarme por sentarme en este bar al lado de la ventana, con un libro y un cortado, no podrían hacerlo.

No sólo por eso me siento cómoda. También está el mozo, que siempre me recibe bien. Él es un auténtico mozo, que actúa con inocencia y compromiso la entidad de este oficio.

En general pido combinaciones extrañas, que me dejan con el hambre en la boca, como una palabra que no tengo derecho a decir. Por ejemplo, una ensalada de frutas (duraznos en almíbar, nada es perfecto) y un cortado.

El mozo espera junto a la barra, supervisa el evento constante de mesas como mundos, percibe las potenciales necesidades de cada una, interpreta los gestos; un ademán hacia adelante significa tengo hambre, un par de manos frotándose es servilletas para la mesa dos, miradas impacientes es pedir la cuenta. Si no está mirando el espacio, él mira su uniforme, obviamente. Lo corrige en su prolijidad, el moño, el honorable delantal, revisa los botones de la camisa.

Cuando trae mi pedido agrega una jarra con agua, anticipándose a mi sed, y una oblea de guarnición al cortado. Esto es ser mozo. No me juzga, me deja ser, y hasta me alienta. El jefe aquí es él. Autoridad tácita, como anciano que vivió siempre en el pueblo, mozo que fue siempre mozo, que asume y acepta su trabajo, y que además deja en los clientes un inocente resabio paternal, un lazo en el que él es siempre quien nos sirve en bandeja nuestra intimidad, esa en donde no importa que esté leyendo un tratado de Obligaciones o La Divina Comedia. Él, que al traernos la cuenta cierra la complicidad, tira la llave en cualquier cajón. Y se sorprende con la propina.

Y nosotros, los clientes, nos vamos más livianos, a otro barrio o a la vuelta, habiendo sido hijos por un rato de un mozo que puede llamarse Miguel o Esteban, en un bar en la esquina donde se cruzan dos grandes avenidas.

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