Crónicas de la Escuela Normal



Las palabras agudas


Por Katerina H.

             Lo importante es vender humo. Eso le decía una chica a su novio en el colectivo. Yo iba a empezar el primer día de clases. Otro primer día de adolescentes y tiza y aulas sin ventiladores. Hace quince años decidí ser profesora. Me imaginaba un mundo perfecto de enseñanza y sabiduría. Pero hay días en los que creo que es una especie de karma que me condena a la repetición de una serie de frases mientras intento que ningún alumno incendie el aula con un desodorante. Sin embargo, no dejo de alegrarme cuando algo de lo que digo se mete a empujones en alguna conexión cerebral.
             




              Cuando entré, el timbre no había sonado, así que estaban tirados en el patio los alumnos que arrastraban media docena de materias a rendir en marzo. Me encanta esa palabra “alumnos”, tan sarmientina y pulcra. Una vez uno de mis “alumnos” me dijo que para él lo único que hacía todo el día en la escuela era estar encerrado. Yo le repliqué alguna estupidez como “estás aprendiendo” y él sin anestesia y con toda ironía me respondió desafiante: “Y ¿qué?, ¿no se puede aprender en otra parte?”.
                De los siete que tenían que venir a prepararse para marzo, se presentaron sólo tres. De los tres, sólo uno trajo una carpeta; y ninguno una lapicera. Yo, solemne y sin bronceado alguno, cerré la puerta de la clase -única entrada de aire-, y les pregunté si tenían alguna duda. Las dudas a los 16 años pueden venir en muchos tamaños. A mi edad, hay algunas que se descartan. Otras, más ridículas, se vuelven presentes: ¿cómo voy a hacer para llegar a fin de mes?; ¿cuándo tendré tiempo para ir a hacerme ver el diente que me duele?; ¿y si dejo todo y me voy a vivir al sur? No se puede transitar la adultez en paz sin tener un par de dudas predilectas. Mis alumnos, por suerte, no tenían dudas porque no había leído ni una sola hoja del programa. Se habían dedicado el verano a ser adolescentes. Copié las primeras palabras en el pizarrón y me imaginé cómo sería yo ahora, si en mi adolescencia, en vez de sentarme las infinitas horas que estudiaba en mi casa, me hubiera dedicado a teñirme el pelo de violeta o a ir a un par de recitales de bandas pesadas en tugurios olorientos. No muy distinta, concluí.
                 Para coronar mi inminente vejez, terminé de copiar una palabra aguda, una grave y una esdrújula. “¿Otra vez con eso?”, me preguntó Joaquín, como si fuera yo la representante oficial de su condena a la ortografía. Evité responderle y le pedí a Marcos que apagara el celular. En un acto de pedagogía y clemencia, les ofrecí un trueque: “Pasamos a otra cosa si me dicen en qué se diferencian estos tres tipos de palabras”. Los acusados de ignorancia en la lengua y literatura española se miraron un momento. La única mosca atrapada en el aula evitó seguir golpeándose contra el vidrio de la puerta. Por mi cara caía el sudor condensado en febrero. Un acto de iluminación repentino vino de Luciana que gritó a viva voz un “yo sé” que inundó de alegría a sus aliados. Yo me sonreí al ver mi misión cumplida, le agradecía al verano la sabiduría otorgada a mis queridos estudiantes. “A ver…”, lancé, esperando la respuesta justa. Luciana miró a sus dos compañeros que, entusiasmados, encontraban en ella la admiración por la guerrera que iba a quitarles un peso de encima en la mesa de marzo. Luciana gritó a viva voz, para que la escuchen todos, por encima de la música que cientos de cantantes de cumbia vitoreaban en los celulares que venían del patio. “Las palabras agudas son las que terminan en N, S o vocal”.

Dirección:

jimenarepetto@gmail.com

Ariana Pérez Artaso
capullodealeli@gmail.com

Equipo de redacción:
Marilyn Botta
Carmela Marrero
Guido Maltz

Diseño y moderación:
Pablo Hernán Rodríguez Zivic
elsonidoq@gmail.com

Las opiniones expresadas en los artículos y/o entrevistas son exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de Revista Siamesa