Ulises Oliva

“El laberinto del ser”

Cuando abrí los ojos, la oscuridad se disipó. Delante de mí, una escalinata de marfil, brillante y de escalones anchos.
El descenso fue extenuante, la escalera daba la sensación de no terminar nunca. Sentía las piernas cansadas, pero un impulso o una fuerza me arrastraba por el sendero blanquecino, al cual merodeaban las tinieblas.
Una puerta colosal apareció al frente. Tan blanca, tan perfecta como la escalinata. Parecía la entrada a una fortaleza: sólida, poderosa, ornamentada con extrañas representaciones en relieve. Figuras apócrifas, quiméricas, cubrían por completo la totalidad de ese lienzo de metal, inmaculado como la nieve más pura, infranqueable para mi escuálido cuerpito, tan insignificante al lado esos gigantes férreos.
Pero ese era el camino, yo lo sabía. El pulso que me guiaba así lo indicaba. Me acerqué a la puerta, relajé mi cuerpo y me posicioné para poder hacer mi mejor intento pero, cuando toqué la puerta, una catarata de imágenes invadió mi mente. Vi muerte representada en miles de formas aberrantes, humanos masacrados, atemporales testimonios en carne y hueso de la potencialidad de destrucción, de vileza inherente en las personas. Pude sentir el dolor, una angustia infinita que me desequilibraba, nervio a nervio, desgarrando cada una de mis fibras. Oí con claridad el quejido de mis entrañas revueltas, saturadas por el hedor tan nítido, tan real como los cadáveres de esas personas.

Me contraje, me arrastré por el suelo. Apreté los dientes; fuertes contracciones musculares asaltaban mi cuerpo en sacudidas violentas. Perdía el control sobre mi vida, mientras sentía el dolor de cada uno de ellos, sin importar a que época pertenecieran. Se trataba de un estremecimiento tal, que jamás desaparecería. Mi boca se contorsionaba en espasmos profundos, tratando de gritar, de hablar, de emitir algún sonido.
De la misma inesperada forma con la que llegó, así terminó. Permanecí en esa posición, con los ojos dilatados, llorando, goteando agua por la nariz, aterrorizado. Pensé en quedarme ahí, varado en la eternidad.
Pero detrás de la puerta, una voz delicada, frágil, entonaba mi nombre con dulzura de mujer. Entonces algo inesperado sucedió. El dolor disminuyó y el deseo resurgió con ardor.
Quería comprender qué había tras la gran puerta. El pulso de vida me motivaba a ver, a conocer, a superar esta prueba. Reuní lo poco que quedaba de mí para intentar la descomunal tarea de mover la gran puerta. Empujé con toda mi fuerza, pero no era suficiente. La puerta no se movía.
No debía claudicar ni detenerme sin saber que había del otro lado, era mi necesidad pasar, ese era el camino. Un momento después, una energía me invadió, activando cada fibra y cada músculo, unificando mi ser. Llegó como un vertiginoso ímpetu, creciendo hasta convertirse en la lúgubre explosión de un grito, resquebrajando mi garganta y proveyéndome de la fuerza que la tarea exigía.
Logré abrirla, y la oscuridad me rodeó nuevamente. No podía ver, era como haber dejado de existir. Imaginaba seguir vivo solo por escuchar mi respiración. Allí estaba, solo y abandonado en las tinieblas después de haber superado la gran prueba. Hasta que volví a escuchar la voz. La trémula y misteriosa voz humana, que subía su tono hasta hacerlo estridente, agudo. La seguí, tanteando la nada, hasta que se esfumó. Desapareció por completo.

Me pareció desmedido el tiempo que pasé en el territorio de las tinieblas. Estaba estático, en silencio. Primero un golpe, luego un palpitar. Luego el sonido se extendió por toda la inmensidad de la nada en las tinieblas, volviéndose rítmico, relajante.
Cansado, me dejé caer. Cerré los ojos, para dormir el sueño nervioso y eléctrico de los animales salvajes. Vi un universo submarino, con aguas transparentes, con peces de fogosos colores. Soñé con vertiginosidad, como si el tiempo fuese otro en ese mundo en el que me encontraba. Podía sentir la humedad, el frío de las aguas profundas.
Sentí la necesidad de ir en busca del sol, del calor que existía cerca de la superficie. Nadaba veloz, hasta que algo me atrapó. Un dolor intenso me invadió, y desperté.
Todo estaba igual a mí alrededor, ¿habría soñado? Quién sabe, nada era seguro en ese lugar. Todas las certezas se volvían inútiles, todos mis razonamientos eran erróneos. Pensé que estaba solo en esa infinidad de oscuridad, pero me equivoqué. Algo merodeaba a mí alrededor. Lo escuchaba respirar, bufar. Chasqueaba las filosas garras contra el piso, esperando el momento justo para abalanzarse.
Grité con toda la fuerza de mis pulmones. Le grité con furia a la oscuridad y la oscuridad bramó con un rugido multiplicado en miles de bocas. Me quede helado. Quieto y muerto de miedo, esperando el final. Era presa de la fragilidad que siente aquel que se da por vencido.
Una luz, un foco que venía desde el cielo de las tinieblas, me alumbró. En ese instante, la oscuridad se convirtió en miles de pares de ojos que se fijaron en mí. Se encontraban lejos, pero la luz los atraía, venían en mi dirección. Una soga comenzó bajar, con lentitud, desde la fuente de la luminiscencia. Los ojos se acercaban con la velocidad de la fiereza, de la urgencia. Deseaban mi luz.
Por instinto, salté. Cuando sentí la rugosidad de la cuerda en mis manos, me aferré con fuerza. Me relaje por un momento, solo para entender que la soga me elevaba hacia un brillo sin fin, sin forma. Apreté con fuerza los parpados, ya no deseaba ver.
La curiosidad pudo más que yo cuando sentí que mi ascenso se había detenido. Estaba en una caverna, iluminada por dos amplios ventanales, que se abrían y se cerraban de forma errática. Busqué una salida, pero no existía. A través de las ventanas se observaba un cielo azul, de cuadraditos simétricos. Eran azulejos.
De pronto, todo comenzó a moverse, a temblar, a flotar. Dos ojos gigantes, verdes, me miraban con ternura. Quise gritar, tratar de llamar la atención, hasta que mi madre me llevó hasta su pecho y sacié mi hambre.

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