Lúcido, de Rafael Spregelburd

Por Mariana Levy

“El error es pensar que después hay que ver el mundo a través de las formas que uno descubre en el arte”, dice Spregelburd en una entrevista, pero a veces pasa que uno ve en el arte las formas que ya descubrió en el mundo, solo que el arte las plantea de una manera más, valga la redundancia, lúcida.

Lúcido es claramente una obra psicológica. Por al menos dos motivos: el primero es que si alguien intentara como ejercicio escribir una obra dónde se pusiera en escena una explicación de la teoría de los sueños freudiana, esa obra sería Lúcido (teniendo en cuenta que la persona a la que le encargaron ese supuesto ejercicio era muy muy talentosa, por supuesto). En ese sentido la obra es a nivel formal un mecanismo de relojería perfecto como un sueño es perfecto: todo tiene el lugar que tiene que tener y significa algo, por disparatado que parezca. La obra crea su propio mundo que se enrosca sobre sí mismo y crea material que se va a usar como “restos diurnos” dentro de otro sueño de la misma obra, aunque nunca queda muy claro cuando empiezan y cuando terminan unos y otros. Un poco como cuando recordamos algo que soñamos muy largo o intrincado y cuando intentamos esbozar un relato tratamos de definirlo, separarlo en capítulos, o decir “no, pero eso no era de ese sueño, ese fue otro pero la misma noche”. Así funciona Lúcido, todo fue un gran sueño o varios sueños en la misma noche.

Por otra parte, también es “psicológica” porque refleja –aunque no es su principal objetivo- una típica familia disfuncional de principio del siglo veintiuno. El tema de la familia y sus destrozos se puso de moda en los últimos años en la escena teatral porteña pero creo que ninguna obra capta con tanta agudeza y crueldad el florecimiento de este nuevo modelo. Ya no solo no hay Ingall´s sino que tampoco hay Adam´s porque en el caso de estos lo raro era pintoresco y la crueldad no dejaba de tener un trasfondo de ternura. Si tuviera que seguir con la comparación diría que el apellido de la nueva familia es Manson.

Spregelburd plantea un mundo donde una hermana le dona un riñón a su hermano y viene años después a reclamar “lo que es suyo”. Y esto no parece un sueño. Ni siquiera parece absurdo. A lo sumo puede llegar a ser una metáfora, pero está a mitad de camino entre metáfora y titular de Clarín. El tema es incómodo. Hay chistes, tiene humor pero no es nada gracioso. Y si la gente se rie es porque a) es Spregelburd y uno va predispuesto a que nos haga reir y b) porque es menos doloroso verlo como una comedia que como un trabajo antropológico con bastante poesía.

Lo que nos salva de esta incomodidad y del dolor que produce ver como esa familia se saca los órganos sobre el escenario es justamente la inteligencia con que está hecha. La idea y la construcción está por delante de todo. Todo es muy cercano pero a la vez está mostrado como detrás de un vidrio, con esa bruma de las cosas que vemos dormidos que es casi como lo real pero no. La obra termina y es como caerse de la cama y claro, no vamos a caer en el error de empezar a ver el mundo a través de las formas que acabamos de descubrir, pero, al menos por un rato, nos preguntamos mientras caminamos por la calle Paraná cómo es que estamos tan seguros de que ahora sí estamos despiertos.


Ficha técnico artística

Autoría: Rafael Spregelburd
Actuan: Eugenia Alonso, Javier Drolas, Hernán Lara, María Inés Sancerni
Vestuario: Monica Raiola
Iluminación: Matías Sendón
Ambientación: Monica Raiola
Música original: Federico Zypce
Fotografía: Patricia Di Pietro
Diseño gráfico: Gerard Yanes
Asistencia general: Luciano Cioffi, Mauricio Morando
Asistencia de dirección: Laura Fernández
Prensa: Claudia Mac Auliffe
Dirección: Rafael Spregelburd





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