La estirpe de los hombres reales.







Por Mariano Granizo


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Yo, observando la tapa de Gatica.
Veo la foto de tapa de la segunda edición de Gatica (la de Galerna, la de 1991) y encuentro al mítico boxeador, al mono Gatica, al personaje de una novela de Medina, a un ídolo popular, en su peor momento, recibiendo un cross de derecha a la mandíbula, quizá de la derecha de Prada o de la de Ike Williams; la cara desfigurada con el protector que parece que se le saliera de la boca, los ojos tan sólo como dos ranuras, al parecer no por los golpes sino para aguantar el dolor provocado por éste, la nariz desviada: quizá, la derrota. Y entonces ya sé que en la novela no habrá una sola línea que hable sobre la victoria del Tigre en la vida. No, eso no. Medina avisa que su Gatica nada tendrá de aquél que TyC Sports o El Gráfico pueden ofrecer; nada del Gatica mítico del pueblo peronista. Sólo un personaje infantil, al cual la salvedad aristotélica de las páginas previas a la novela le permite a Medina construir el suyo, al margen del existente en el imaginario popular.
Y más allá de la tapa, ¿qué me dice que piensa Gatica que hacen Perón y Eva con Gatica? Me dice que hacen algo totalmente opuesto a lo que el imaginario social supone que pensaba Gatica sobre Perón. (Prueba de ello, la visión que Leonardo Favio tiene de Gatica, cinematográficamente impecable pero plegada ideológicamente a la construcción que ha hecho el peronismo del deportista mítico.)


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Más allá de la frase de Arlt acerca del “cross a la mandíbula” (pero también a partir de ella, porque es inevitable), el arte de escribir, de generar literatura para un grupo de lectores indefinido pero del cual se es conciente que existe, está íntimamente ligado a la actividad del boxeador y, más precisamente, a la de nuestros boxeadores, sean grandes por arte o potencia, o sobrevivientes de la profesión por una falta de talento compensada con a perseverancia.
Estoy hablando en todo momento de una literatura sustentada no en la escritura sino en el desarrollo de temas, con plena conciencia de la existencia –y necesidad- de un público lector. La “escritura” como “experiencia” de pensamiento y conocimiento, como experiencia personal de trabajo con el lenguaje y sus posibilidades temáticas, queda entonces en la etapa previa a la construcción definitiva de la narración. (Esto es algo que creo está intentando correctamente Crespi con su nuevo ciclo de relatos.) (Un buen escritor debe saber elegir sus temas. Lo mejor de Tomás Eloy Martínez, por tomar sólo un ejemplo conocido, está en La novela de Perón, en Santa Evita y en La pasión según Trelew. Allí, el tema, con enorme facilidad, hace surgir lo mejor de su capacidad narrativa. Son temas que sólo alguien que no tiene el oficio puede malograr. El resto de lo que ha escrito lo puede hacer cualquier periodista con una escritura correcta. Claro que, de esos, hay pocos. Truman Capote, que había dado con el punto justo de su estilo tempranamente, mostraba su mayor talento en la elección de los temas, por lo que, incluso sus breves retratos de personalidades, eran mucho más fácilmente leídos como literatura antes que como artículos periodísticos.)
Así como ya he dicho en otra entrada de este blog que el escritor inédito es como un futbolista que está en condición de libre (ambos deben entrenarse continuamente hasta tener su oportunidad de mostrarse, oportunidad que quizá no llegue nunca o que, al darse, demuestre que no sirven para ser profesionales, lo que no hará que dejen de entrenar y esperar una nueva oportunidad, que puede ser la segunda división en una liga de fútbol local o la liga comercial, la publicación en la revista literaria del gremio docente editada para los maestros del pueblo); así como he dicho esto, encuentro en el boxeador a un escritor con guantes, cuya tinta es la sangre de su oponente y su técnica está en pies, cintura y manos.

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Cada nuevo libro es una nueva pelea del escritor, pelea que debe construir en base a su técnica y a su potencia. Todos sabemos que es raro encontrar ambas, en un alto nivel, en un mismo boxeador, pero es la carencia de una la que lleva al perfeccionamiento de la otra. Compensaciones de la lucha, adaptación del luchador. Si me falta potencia, puedo ser envolvente y desgastante con mi técnica; si me sobra fuerza y bravura, me los llevo por delante y no preciso otra cosa que aquello que naturalmente poseo para acabarlos.

Pero para llegar a pelear hay que demostrar que se tiene algo, y a ese libro se debe llegar preparado. Principalmente, uno debe ser lo suficientemente inteligente para saber qué es uno, qué puede ofrecer, en qué se destaca. Si se es un irlandés grandote que va para adelante siempre, o un mendocino colmado de técnica y velocidad, o un mexicano tan técnico como rabioso y peleador a la hora de la verdad. Además, alguien nos tiene que aclarar bien, por poseer un confiable ojo clínico entrenado, cuál es la categoría que nos conviene para desarrollar todo nuestro esplendor boxístico.

Haber ganado el derecho a esa primer pelea ya es algo, pero es sólo una breve exhibición a la que nadie del público presta atención, salvo quien confió en nosotros y quiere saber qué tal nos va allá arriba, sin el banquito y sin los amigos que leen.

En esta primera pelea no interesa el triunfo sino demostrar todo lo que uno ha adquirido a base de aprendizaje y entrenamiento; mostrar todos los golpes que se poseen, a sabiendas de que todos son mejorable y que aún no alcanzan para nada serio. Es que el boxeador no puede depender de su talento: si no se entrena y se cuida, nada lo salvará del papelón.

Con cada pelea, el escritor se vuelve más profesional, adquiere cada vez una noción más clara del arte, el espectáculo y el negocio en el cual se está inmerso. Cada pelea permite la próxima, y si se consigue el título, hay que defenderlo cuantas veces se pueda.

¿Y después qué?
El escritor argentino va al Madison Square Garden




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