Por Marcelo López
Entró al bar pateando la puerta y lo primero que hizo fue pedir ayuda, pero nadie le contestó. Caminó rápido hasta la barra, sacó el revolver del bolsillo del pantalón y le apuntó en la cabeza al hombre que estaba tras ella.
-Necesito ayuda- dijo en voz alta, casi gritando-, lo digo en serio. Si no voy a matar a este hombre.
Se dio vuelta para mirar a los demás. Notó que la mayoría de ellos tenían armas en sus cinturones e incluso escopetas apoyadas contra el respaldo de las sillas. En ese momento, pudo ver que un hombre estaba de rodillas y agarraba a otro, al más gordo del lugar, del cuello de la camisa, como si le estuviera suplicando algo que el otro no estaba dispuesto a cederle.
El hombre de la barra era canoso y tenía en su mano derecha un trapo con el que limpiaba una copa. Se sonrió al ver que el recién llegado le seguía apuntando con el arma.
-Guarde eso, por favor. En este lugar esas cosas no sirven para nada, ¿me oye?
El hombre dio otra mirada general y comprendió que era absurdo seguir en esa actitud y que, en todo caso, no lo favorecía para que alguien se ofrezca a ayudarlo. De pronto, el que estaba arrodillado caminó hasta un rincón y se sentó en una silla, con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa, mirando el techo del lugar. Parecía haber olvidado, de un momento a otro, la necesidad de súplica. Ahora estaba ensimismado, y no prestaba atención a otra cosa que no fuera el techo.
Otro de los hombres, uno viejo, el mayor de todos quizás, apuntó con el dedo hacia afuera sin decir nada y todos lo siguieron con la vista. Primero se vio un reflejo dorado sobre las paredes del bar, y un segundo después se oyó una gran explosión.
-¡El auto!-dijo el hombre y se agarró la cabeza. Pero ya no quedaban más que pedazos en llamas. Trató de entender cómo había sido posible que la explosión se haya visto, antes que oído, pero no llegó a entenderlo.
-Señor, ¿por qué no explica de una vez lo que quiere?-dijo el de la barra. Todo parecía resultarle divertido. El hombre se quedó en silencio unos segundos, observando las llamas y luego movió la cabeza con resignación.
-No puede ser, ¿y ahora cómo hago? ¡¿cómo hago?!
-No lo sé… -dijo el de barra mirándolo a través de la copa que lustraba- ¿cómo hace qué cosa, señor?
-Ir al otro pueblo, tengo que ir al otro pueblo. Mi mujer está a punto de parir. Alguien que me lleve hasta allá, ¡por favor!
-Irse, muchachos- dijo el de la barra mirando a todos los demás -Acá el señor dice que quiere irse, ¿alguno de ustedes lo llamó?- gesticulaba y parecía disfrutar de la situación- Repito y quiero que me digan la verdad: ¿alguno de los que está acá llamó a este señor para que nos acompañe?- Casi no podía aguantarse la risa; después lo miró fijo nuevamente- ¿Cómo que quiere irse? Si usted recién acaba de entrar… además, con esta tormenta, no sé adónde quiere ir.
El hombre miró una vez más los pedazos de auto que habían quedado en llamas sobre el costado de la ruta.
-Pero tengo que ir, por favor, necesito alguien que me lleve. Pago lo que sea.
-¿Pagar? ¿Y si tiene dinero para qué vino con un arma?- le preguntó el de la barra con una mueca irónica.
-Porque me quedé sin combustible y busco alguien que me lleve urgente al otro pueblo.
-¡Esto no es una estación de servicio, señor!- dijo de pronto una voz desde el fondo del lugar.
-Acá- dijo el gordo al que antes le suplicaban- el dinero no le va a servir para nada ¿no se da cuenta que ya nadie lo espera?
El hombre se miró en el espejo ubicado detrás de la barra y quedó de espaldas a los demás. Bajó la vista, ahora se miraba los pies y las palmas de la mano alternativamente.
-Pero… es que tengo que irme, mi mujer, mi hijo… ellos están esperando.
-Asúmalo de una vez- le contestó el tipo de la barra-. Nadie lo está esperando… ¿no reconoce este lugar?
-No.
-Pero ¿no leyó jamás las sagradas escrituras?
-¿Qué?
-Le pregunté si alguna vez leyó las sagradas escrituras, ¿Qué pasa? ¿no oye bien?
-Sí, ¡sí que oigo!, pero no entiendo de qué habla. Mi mujer me está esperando y mi hijo está por nacer… yo…
Todos los hombres del lugar comenzaron a reírse. Todos, excepto el que antes suplicaba al gordo, que permanecía en silencio mirando el techo del bar, ajeno a todo.
-Me parece que Ud. no entiende todavía dónde está-dijo el de la barra.
-No sé dónde estoy, está bien, ¡no lo sé! Pero tengo que irme, por favor, alguien que me lleve.
-Acá el único que le puede ayudar soy yo- dijo el gordo y con el dedo pulgar se tocaba el pecho. Lo miraba orgulloso y también había comenzado a sonreírse. –Me va a tener que suplicar, vamos, adelante, quiero escucharlo que me pida por favor, ¿a ver?
El hombre miró una vez más a todos tratando de entender qué estaba pasando en ese lugar. Están todos locos, pensó, están todos locos, pero mientras me ayuden no me importa, no me importa nada de nada. Caminó unos pasos y se arrodilló.
-Señor, ¡le ruego que por favor me ayude!
-No, muy mal, ¡muy mal! Así no le doy ni un vasito con agua, ¿quién le enseñó a suplicar de esa forma tan espantosa?
Ahora ya nadie sonreía. Todos lo miraban serios, salvo el hombre que miraba el techo. Se acercó, puso las manos sobre el cuello de la camisa del gordo y le dijo:
-Señor, ¡por favor, no me haga esto! ¡se lo suplico! ¡le ruego que me ayude! Mi mujer está por dar a luz, ¡estoy desesperado, le pago lo que sea!
-¿Pagar? ¿yo le parezco pobre, acaso? … Pero siga, así va mejor, lo escucho.
Le apretó más fuerte el cuello de la camisa y estaba a punto de seguir hablando, pero un nuevo hombre entró al bar. Afuera había una tormenta fortísima y el viento hacía volar unos carteles de publicidad. El hombre entró trastabillando, resbaló y desde el suelo, agarrándose la rodilla golpeada, pidió ayuda.
Entonces el otro -arrodillado, suplicante-, lo observó: estaban a unos cuantos metros uno del otro. Se levantó y sacudió con las manos la tierra del pantalón. Luego fue a sentarse al lado del hombre que aún miraba el techo y apoyó el arma sobre la mesa. Afuera se escuchó otra explosión y los hombres sintieron el calor del fuego más cerca de sus cuerpos.
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