EL JUEGO por Tomás Richards

-Literatura-

Desenvolvió el chocolate y se lo metió entero en la boca. Mientras masticaba la pasta dulce y empalagosa que se iba formando entre sus dientes, hizo una bola con el papel y la dejó caer. Antes de que la bola rebotase contra las baldosas calientes de la vereda, el gordo empezó a correr para alcanzar a los demás. Correr, masticar y respirar a la vez era complicado, pero hizo el esfuerzo y enseguida alcanzó al grupo.
–¡Ah! Ahí estás–, dijo uno de los chicos del grupo, el jefe, mientras él tragaba lo último que le quedaba en la boca de la pasta chocolatosa. –Ya estábamos pensando que te habías cagado otra vez.
Él no dijo nada y siguió caminando junto al grupo, un poco agitado por el pique. Hicieron unas cuantas cuadras y al final llegaron hasta las vías del tren. Hacía mucho calor y ahí, en el terraplén del ferrocarril, sin sombra ni nada que detuviese el azote del sol, se notaba más. Él ya estaba transpirando, pero no era ni por el calor ni por la gordura.
Por ahí el tren pasaba seguido. Y pasaba a toda velocidad. Se ve que pasaba la curva que estaba unas cuadras antes y entonces le pegaba duro y parejo, porque cuando pasaba por ahí, el chillido de las ruedas contra los rieles se sentía de bien lejos; y también se ve que el maquinista se cebaba porque pasaba tocando bocina como loco. Uno casi podía imaginarse la cara del maquinista excitado por la velocidad, con los ojos saltados de las órbitas y la mandíbula desencajada, solamente por el ruido que hacía la locomotora cuando pasaba por ahí. Era una cosa de locos. Incluso uno ya se daba cuenta de qué lado venía el tren porque el ruido venía de diferentes partes. Y cuando se cruzaban dos trenes, que eso casi nunca pasaba pero a veces pasaba, directamente daba miedo. Uno podía estar durmiendo en su casa a seis cuadras, con la puerta del cuarto cerrada y la cabeza tapada con la almohada, que no había forma de no levantarse cagado en las patas y pensando que se acababa el mundo. Así de rápido pasaba el tren.
Y lo que hacían ellos, los chicos, era jugar a pararse en las vías, de frente al tren que venía acelerando y tocando la bocina, y esperar justo hasta el momento antes de que el tren los pasara por encima, momento en el que había que saltar hacia el costado sí o sí porque si no no la contabas. Se paraban de a uno por vez, mientras el resto esperaba ansioso, alentando y dando consejos. El consejo más popular era “no te cagués”, porque siempre había uno que no aguantaba hasta el último momento y se tiraba antes. En verdad, el único que había aguantado hasta el último segundo era el jefe del grupo, y por eso era el jefe. El jefe decía que si te quedabas hasta lo último último, podías verle la cara de desesperación al maquinista y que así todo el juego resultaba más gracioso.
El consejo que seguía en popularidad era “tirate a la derecha”, que era donde estaban todos mirando, porque si te tirabas a la izquierda estaba el otro carril de la vía, y podía suceder que te golpearas feo o peor, que viniese el otro tren y te llevara puesto de adorno. Nadie sabía si era verdad, pero se decía que una vez, hacía mucho, había pasado.
Así que ahí estaban ellos otra vez, en el terraplén, a la hora de la siesta cuando todos los viejos dormían, esperando a que viniese el tren. Y él, el gordo, ya estaba transpirando, pero no por el calor ni por la gordura. Este era el momento del día en que le tocaba sufrir la humillación. Porque el gordo no se animaba a ponerse enfrente del tren. Ya todos lo habían hecho y él era el único que no se animaba. Todos lo jodían para que se subiese a la vía y esperase el tren, pero no podía, le daba miedo, muchísimo miedo. Cuando salía el tema, se quedaba callado, y no contestaba a los demás chicos, que lo invitaban de las maneras más agresivas a dejarse de joder y a no ser puto y pararse de una vez enfrente del tren. Pero no podía, no. Entonces llegaba la reprobación general: el gordo era un puto, más puto que los putos que andan por el centro a la noche y se besan en la boca unos con otros. Y ahora hacía calor y él ya estaba transpirando, pero no por el sol que pegaba sino porque otra vez lo iban a tildar de puto, y por el resto del día o de la semana o de la vida él iba a ser el gordito puto, más puto que esos maricas que decían que andaban por el centro. Y entonces el momento trágico de la verdad llegó: esta vez el jefe le decía que se subiera a las vías rápido, si es que no era un maricón, que ya se oía el tren que llegaba y que no había que perder la oportunidad. Pero el gordito se quedó petrificado, sufriendo el miedo a la muerte y sintiendo ya la deshonra que se venía, y el tren dobló la curva y aceleró y tocó bocina y pasó de largo sin haberse ni siquiera enterado de que al costado había unos chicos diciéndole a un chico gordo que era una nena y un putito porque otra vez se había cagado.
Pero ése día fue demasiado para el gordo. Volvió a su casa humillado, derrotado, mucho más que otras veces. Se sentía poco hombre, nada hombre en realidad, a pesar de que, por su edad, ni él ni los demás chicos, ni siquiera el jefe, hubieran podido jamás ser llamados hombres. Pero eso él no lo entendía y continuó sintiéndose poco hombre. Los mimos de su madre, una mujer que sufría la culpa de tener que trabajar mientras la infancia del hijo se esfumaba para siempre, esta vez no lo consolaron. Más bien lo contrario: aumentaron la sensación de ser un gordito cagón y mimado que ya venía asaltando al pobre gordo desde la tarde. De modo que por la noche, cuando su madre le preguntó qué quería cenar, el gordo le rajó una puteada inexplicable a la mujer y se encerró en su cuarto. No era que la odiase ni mucho menos, pero para hacerse hombre lo primero que tenía que hacer un hombre era lastimar a su madre, y el gordo lo sabía.
Durante las horas que siguieron el gordo se dio ánimos, tumbado en la cama, decidido a enfrentar el tren sí o sí al día siguiente. Luego se quedó dormido.
El sol se alzó y fue otro día. A la hora de la siesta, una vez más, lo chicos se juntaron para ir a jugar a las vías del tren. El gordo llegó puntual. Volvieron a oírse las cargadas del día anterior pero el gordo no respondió. Él sabía que esa vez iba a ser diferente. Llegaron hasta las vías y al rato se oyó el primer tren. El jefe preguntó:
–¿Quién va?
Todos se miraron. Nadie habló. El primer tren siempre era el más temido, el más difícil; después de ése todos se iban soltando y la euforia iba borrando el miedo. El gordo dijo:
–Yo voy.
Los demás lo miraron.
–¡Epa! –, dijo el jefe. –¿Estás seguro? Mirá que…
–Yo voy–, dijo el gordo. Hubo un silencio breve, pero cuando los demás vieron que el gordo empezaba a treparse hasta la vía, enseguida empezaron a gritar ¡A la derecha, ¡tirate a la derecha! y ¡No te cagués!
El gordo llegó hasta la vía y se paró. Los rieles, la tierra, todo temblaba. Allá adelante se oía la bocina endemoniada de la locomotora que corría hacia él. Los gritos de los chicos ya no se oían y tuvo tiempo de pensar, más bien de temer, lo que podía pasar si las piernas no le respondían y se quedaba paralizado. Pero no, eso no iba a pasar. Iba a aguantar hasta el último segundo, como el jefe, y se iba a tirar a la derecha, y se iba a levantar y los iba a mirar a todos a la cara con dignidad, porque esta vez él iba poder llamar putito a otro que no se animara a aguantar hasta lo último como había hecho él. Pensó una vez más: saltar a la derecha. Y la bocina sonó y volvió a sonar y esta vez el sonido se oyó como si saliese de todos los costados del mundo, como si hubiese bocinas en todos los rincones y sonasen todas a la vez y con la máxima potencia posible. El suelo tembló que parecía un terremoto y casi se podía escuchar las tuercas de los rieles aflojándose por la sacudida y las piedritas que cubrían los durmientes saltando por el aire, chocándose entre sí y volviendo a caer lejos, muy lejos; y el tren avanzó y se puso frente a él, haciéndose cada vez más enorme, y volvió a tocar bocina, y la bocina sonó desesperada y como si saliese de los costados de la vía y de atrás de él, del gordo, también, y se puso tan pero tan cerca de él que entendió que el momento de saltar había llegado. Y por supuesto, saltó, todavía sintiendo la bocina que sonaba como dos bocinas, no como una, y miró para el costado para ver cómo los chicos sorprendidos lo recibían al caer. Pero no vio eso, sino que vio como el grupo de chicos se alejaba de él sin moverse, y unos agitaban los brazos y otros se tapaban la cara y otros, más lerdos para reaccionar, todavía le gritaban que saltase a la derecha; y entonces se dio cuenta de que había saltado para la izquierda y de que la bocina del tren que sonaba como dos bocinas eran en verdad dos bocinas y pensó en la madre culposa todavía triste por el maltrato de él la noche anterior y enseguida sintió una masa de hierro pesada, de toneladas y toneladas, que se le pegaba a la espalda y lo empujaba para adelante justo cuando el otro tren se interponía entre su vista y los chicos de abajo.

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