Por: Jimena Repetto
A Los Reyes se les piden cosas importantes, pensaba, porque tienen mucho más glam que ese señor Noel. Yo pedí un juego de magia porque si creía en Los Reyes era, justamente, porque eran magos. Soñé un siete de enero de 1985 que adentro de una caja tan grande como mi triciclo, iba a venir un conejo blanco, diez pañuelos de colores y cartas con una irreverente capacidad de aparecer y desaparecer a mi antojo. Pero no. Vino la caja, de similares proporciones a la de mi sueño, pero sin el contenido soñado. Adentro había un manual de instrucciones que me indicaba, según me leyó mi mamá, cómo hacer para que los demás creyeran que cuando yo me escondía una moneda en la manga, en verdad la muy escandalosa había desaparecido. Mi sueño nocturno, que se había superpuesto a la concreción de mi sueño diurno de magia empaquetada, se había deshecho.
Estuve pensando cuál era el período más “onírico” del cine, si es que algo como esto existe y supuse que tendría que hablar de las vanguardias. Expresionismo, impresionismo, expresionismo y, desde ya, dadaísmo y el bienamado surrealismo. Desde El gabinete del doctor Caligari hasta Un perro andaluz, pasando por los cortos de Man Ray y Entreacto de René Clair, es obvio que en las películas que generaron las vanguardias los climas oníricos entre disparatados y pesadillezcos ingresaron al cine con todas las luces. Sin embargo, también podría sugerir que los sueños que las vanguardias soñaron en el cine son sueños de adultos en un mundo que intentan cambiar. Hay un efecto de choque que busca este tipo de cine experimental, un tirón de pelos para que el espectador se despierte de su sueño de celuloide y pestañee dos veces para ver la pantalla. Arriesgo entonces, sin ocultar mi fanatismo, que el mayor soñador del cine, aquél que viajó más lejos y se zumbulló primero a hacer del cine un arte de magia fue George Méliès.
En la mayoría de sus películas nos encontramos con los trucos de sustitución. De pronto, una carta se convierte en una simpática señorita. ¿Y cómo? El mecanismo era simple, se paraba la filmación, se colocaba a la señorita donde estaba la reina y ¡voilá! Hete aquí la transformación.
Y aunque sus películas son mudas y hay que recorrer toda la ciudad para conseguir copias, no hay nadie que se resista al encanto de ese mago de bigotes que se aparece en la pantalla llamado George.
Ya van a salir un par de señores alimonados a decirme que Georgy era un soñador, entre naïf e inocente, y que sus películas son mero entretenimiento. Supongo que podría responderles que es cierto que la fascinación que todavía hoy genera El viaje a la luna (1902) o el Viaje a través de lo imposible (1904) hay pocas películas que puedan superarla.
Pero George además de un soñador fue un rebelde con causa propia y tuvo que deshacerse de los mandatos familiares para evitar dedicarse a la industria del calzado, en desmedro de los piecitos de las damas de París y para beneficio de la historia del cine. Méliès, como más de un genio que anda por ahí, era obstinado y para nada obsecuente. Dicen las malas lengua que con parte de la dote de su esposa y su propia herencia en 1888 compró el teatro “Robert Houdin”. Unos años después, creó el primer estudio de cine de la historia y funda la productora Star Film.
Aunque hoy suene a disparate, George filmó más de quinientas películas de ficción, incluso algunas coloreadas a mano. Sin embargo, la genialidad no lo salvó de las leyes del mercado que exigían novedades como espejitos de colores y sus películas se vendieron al peso para convertirse en… peines. Al final de su vida, Méliès se dedicó en silencio a vender juguetes a la salida del metro de París hasta que alguien lo reconoció. Con todas las pompas, lo llevaron a un asilo y le dieron todos los honores meses antes de su muerte.
A veces en los sueños encontramos, o creemos encontrar, ciertas respuestas. Y los sueños hacen que nos despertemos con esa sensación de haber vivido en nuestra cama-incubadora un puro disparate. Méliès con los ojos abiertos soñó los sueños más hermosos que el cine haya soñado. Y, al verlos en pantalla, hoy por hoy, no hay nada más mágico que poder volver a soñarlos.
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