MÁS TARDE EN LA VIDA
Por Inés Garland
Lo vi avanzar hacia mí a la sombra de los árboles de la Plaza Vicente López. Caminaba con las manos en los bolsillos del pantalón, con ese aire distante que siempre tuvo. Sonreía y su sonrisa era tal como yo la recordaba –una trampa que lo hacía parecer un hombre feliz. Me detuve a esperarlo.
-¡José!
Se rió. Una risa sola, un golpe en el corazón, y cuando llegó a mi lado echó el cuerpo hacia atrás, como si vacilara o tuviera que tomar envión.
-Ana.
Debo de haber hecho alguna mueca, un gesto ridículo para disimular el impacto de oírlo decir mi nombre. Tal vez yo también parecí feliz, verlo fue siempre como volver a mi única casa. Quise decirle que había soñado con él la noche anterior, que siempre sueño con él. ¿De qué hablamos parados en la luz que se filtraba entre las ramas, quietos en ese aire verde como el fondo de un lago? Él tenía el pelo más largo, le habían salido canas.
-¿Querés tomar algo? ¿Un café? –dijo.
Después de mi nombre fue lo único que realmente le oí decir.
Cruzamos la calle y nos metimos en un bar con rayos de neón colgados del techo y una decoración plateada, nocturna, fuera de lugar a esa hora del día.
-Un whisky doble –dije.
Era una broma poco sutil. Pedí una cerveza. Nunca tomo cerveza. Él pidió otra. Me echó la culpa por hacerlo tomar cerveza a esa hora.
Me preguntó por mi familia, yo por la suya. Quiso saber de mi hija.
-Hace tanto que quería hablar con vos.
Lo dijo de repente. Yo miraba en ese momento la decoración de la barra, unas estalactitas colgando de los bordes de la mesada, y sin saber por qué, trataba de retener esa imagen.
Me pidió perdón.
Lo miré como si se acabara de sentar a la mesa.
-Por la vez de la americana –dijo.
Me encogí de hombros, igual que aquella noche. Habíamos ido a lo de alguien, un actor sin trabajo que olía a vino, y al final de la noche estábamos acodados en la baranda del balcón del departamento, mirando el cielo en silencio.
-¿Te importa que me lleve a tu amiga a ver el amanecer a mi casa? -me dijo José al oído, como si decirlo de esa manera lo volviera menos brutal, como si yo después pudiera evitar la imagen de ellos dos; la piel de ella mojada de la transpiración de él, de mi primer amor, del hombre que apoyado en la baranda de ese balcón, la camisa blanca arremangada, la piel de su antebrazo contra la piel del mío, sus ojos que me habían deseado tanto capaces de preguntarme si yo le daba permiso para acostarse con otra mujer.
-Hagan lo que quieran –le contesté entonces.
Ahora, con la mirada fija en las estalactitas del bar, volví a mentirle.
-Ya te perdoné hace años –dije.
-Si hubiera sabido lo difícil que era todo, estar con alguien –dijo él y dejó la frase suspendida.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Todo lo que completaba esa frase se había perdido para siempre. Alargó el brazo sobre la mesa y me secó los ojos con la punta de los pulgares.
-¿Estás trabajando? –dije.
Contestó que sí. No le pregunté más, pero él abrió una servilleta sobre la mesa y me dibujó la casa que estaba haciendo. Tenía más largas las uñas de la mano derecha. Seguía tocando la guitarra entonces. Sentí unas ganas insoportables de besarle las manos, un vértigo hacia él, como si el deseo de sentir mis labios contra su piel fuera una caída.
Escuché con atención las explicaciones de la casa y después él se puso a hablar de los dueños –una pareja de recién casados con una historia difícil. Siempre me resultó imposible imaginar nada malo cuando lo miraba a los ojos –una mirada así, tan límpida, tan mansa, parecía incapaz de maldad. Le debería haber mirado la boca. Pedí otra cerveza.
-¿Por qué lo hiciste?
No había pensado preguntárselo. Me volvió la imagen de él y la americana desde el balcón. Yo me había quedado acodada en la baranda, había esperado hasta verlos salir del edificio: las piernas de él muy largas, los zapatos en punta, la pollera de la americana, roja como una mancha de sangre en el asfalto; sus pies chiquitos, los brazos sueltos y blancos balanceándose a los costados del cuerpo; la cabeza de José que yo hubiera querido golpear; su querida cabeza que yo quería tomar entre mis manos. Había deseado tanto que me mirara, él tenía que saber que yo estaba ahí, exactamente en el mismo lugar en el que me había dejado; él tenía que saber que yo había querido gritarle para que no se fuera con ella. Los vi subirse al auto, un destello de la pollera de ella fue lo último que vi antes de que se fueran.
Se encogió de hombros.
-No sé por qué lo hice.
Pidió otra cerveza.
El actor me había tomado de la cintura cuando el auto se alejó por la calle. Yo sentí en la palma de mis manos el metal de la baranda del balcón. Tenía los nudillos muy blancos y deseé que la piel se rompiera para ver mi sangre.
-No llores –había dicho el actor–. No lo merece.
Y me había besado el cuello.
-Si te hubiera pedido que no.
Lo empecé a decir y me detuve. La frente de José era tan vulnerable, tenía algo infantil -algo de la frente redondeada de los niños -pero la boca era mezquina. Apretó los labios ahora.
Empezó a hablarme de la americana. Creo que estaba tratando de decirme que no había valido la pena, pero yo no lo escuchaba. Estaba pensando en el actor, en su aliento caliente contra mi nuca. Lo había dejado levantarme el vestido, bajarme la bombacha y dejarla a la altura de las rodillas, como una venda, lo dejé tomarme de las caderas por detrás. Sin abrir los ojos, con la cara mojada y los labios apretados, lo sentí golpear contra mi cuerpo hasta saciarse. Después me miré otra vez las manos que seguían aferradas a la baranda. Un vacío de ocho pisos se abría del otro lado de esa baranda.
-Si nos hubiéramos conocido más tarde en la vida –dijo José terminando su cerveza.
Nos despedimos en la esquina. El sol había calentado las veredas y había mucho tráfico. El tenía que almorzar con su madre. Me quedé mirándolo, hasta que se perdió entre la gente.
Por Inés Garland
Lo vi avanzar hacia mí a la sombra de los árboles de la Plaza Vicente López. Caminaba con las manos en los bolsillos del pantalón, con ese aire distante que siempre tuvo. Sonreía y su sonrisa era tal como yo la recordaba –una trampa que lo hacía parecer un hombre feliz. Me detuve a esperarlo.
-¡José!
Se rió. Una risa sola, un golpe en el corazón, y cuando llegó a mi lado echó el cuerpo hacia atrás, como si vacilara o tuviera que tomar envión.
-Ana.
Debo de haber hecho alguna mueca, un gesto ridículo para disimular el impacto de oírlo decir mi nombre. Tal vez yo también parecí feliz, verlo fue siempre como volver a mi única casa. Quise decirle que había soñado con él la noche anterior, que siempre sueño con él. ¿De qué hablamos parados en la luz que se filtraba entre las ramas, quietos en ese aire verde como el fondo de un lago? Él tenía el pelo más largo, le habían salido canas.
-¿Querés tomar algo? ¿Un café? –dijo.
Después de mi nombre fue lo único que realmente le oí decir.
Cruzamos la calle y nos metimos en un bar con rayos de neón colgados del techo y una decoración plateada, nocturna, fuera de lugar a esa hora del día.
-Un whisky doble –dije.
Era una broma poco sutil. Pedí una cerveza. Nunca tomo cerveza. Él pidió otra. Me echó la culpa por hacerlo tomar cerveza a esa hora.
Me preguntó por mi familia, yo por la suya. Quiso saber de mi hija.
-Hace tanto que quería hablar con vos.
Lo dijo de repente. Yo miraba en ese momento la decoración de la barra, unas estalactitas colgando de los bordes de la mesada, y sin saber por qué, trataba de retener esa imagen.
Me pidió perdón.
Lo miré como si se acabara de sentar a la mesa.
-Por la vez de la americana –dijo.
Me encogí de hombros, igual que aquella noche. Habíamos ido a lo de alguien, un actor sin trabajo que olía a vino, y al final de la noche estábamos acodados en la baranda del balcón del departamento, mirando el cielo en silencio.
-¿Te importa que me lleve a tu amiga a ver el amanecer a mi casa? -me dijo José al oído, como si decirlo de esa manera lo volviera menos brutal, como si yo después pudiera evitar la imagen de ellos dos; la piel de ella mojada de la transpiración de él, de mi primer amor, del hombre que apoyado en la baranda de ese balcón, la camisa blanca arremangada, la piel de su antebrazo contra la piel del mío, sus ojos que me habían deseado tanto capaces de preguntarme si yo le daba permiso para acostarse con otra mujer.
-Hagan lo que quieran –le contesté entonces.
Ahora, con la mirada fija en las estalactitas del bar, volví a mentirle.
-Ya te perdoné hace años –dije.
-Si hubiera sabido lo difícil que era todo, estar con alguien –dijo él y dejó la frase suspendida.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Todo lo que completaba esa frase se había perdido para siempre. Alargó el brazo sobre la mesa y me secó los ojos con la punta de los pulgares.
-¿Estás trabajando? –dije.
Contestó que sí. No le pregunté más, pero él abrió una servilleta sobre la mesa y me dibujó la casa que estaba haciendo. Tenía más largas las uñas de la mano derecha. Seguía tocando la guitarra entonces. Sentí unas ganas insoportables de besarle las manos, un vértigo hacia él, como si el deseo de sentir mis labios contra su piel fuera una caída.
Escuché con atención las explicaciones de la casa y después él se puso a hablar de los dueños –una pareja de recién casados con una historia difícil. Siempre me resultó imposible imaginar nada malo cuando lo miraba a los ojos –una mirada así, tan límpida, tan mansa, parecía incapaz de maldad. Le debería haber mirado la boca. Pedí otra cerveza.
-¿Por qué lo hiciste?
No había pensado preguntárselo. Me volvió la imagen de él y la americana desde el balcón. Yo me había quedado acodada en la baranda, había esperado hasta verlos salir del edificio: las piernas de él muy largas, los zapatos en punta, la pollera de la americana, roja como una mancha de sangre en el asfalto; sus pies chiquitos, los brazos sueltos y blancos balanceándose a los costados del cuerpo; la cabeza de José que yo hubiera querido golpear; su querida cabeza que yo quería tomar entre mis manos. Había deseado tanto que me mirara, él tenía que saber que yo estaba ahí, exactamente en el mismo lugar en el que me había dejado; él tenía que saber que yo había querido gritarle para que no se fuera con ella. Los vi subirse al auto, un destello de la pollera de ella fue lo último que vi antes de que se fueran.
Se encogió de hombros.
-No sé por qué lo hice.
Pidió otra cerveza.
El actor me había tomado de la cintura cuando el auto se alejó por la calle. Yo sentí en la palma de mis manos el metal de la baranda del balcón. Tenía los nudillos muy blancos y deseé que la piel se rompiera para ver mi sangre.
-No llores –había dicho el actor–. No lo merece.
Y me había besado el cuello.
-Si te hubiera pedido que no.
Lo empecé a decir y me detuve. La frente de José era tan vulnerable, tenía algo infantil -algo de la frente redondeada de los niños -pero la boca era mezquina. Apretó los labios ahora.
Empezó a hablarme de la americana. Creo que estaba tratando de decirme que no había valido la pena, pero yo no lo escuchaba. Estaba pensando en el actor, en su aliento caliente contra mi nuca. Lo había dejado levantarme el vestido, bajarme la bombacha y dejarla a la altura de las rodillas, como una venda, lo dejé tomarme de las caderas por detrás. Sin abrir los ojos, con la cara mojada y los labios apretados, lo sentí golpear contra mi cuerpo hasta saciarse. Después me miré otra vez las manos que seguían aferradas a la baranda. Un vacío de ocho pisos se abría del otro lado de esa baranda.
-Si nos hubiéramos conocido más tarde en la vida –dijo José terminando su cerveza.
Nos despedimos en la esquina. El sol había calentado las veredas y había mucho tráfico. El tenía que almorzar con su madre. Me quedé mirándolo, hasta que se perdió entre la gente.