Patricia Suárez



Iniciación


Sería necesario remontarse al año pasado, justo antes que empezara el verano. O todavía antes, varios meses antes de que el matrimonio de verdad se llevara mal y Gilda se fuera definitivamente de la casa e hiciera al día siguiente la denuncia. Pero después vino el verano, un enero tórrido en el que Buenos Aires se vació, y en el cual Gilda apenas si asomó la nariz fuera. 

De todos modos, ella tenía que sacar a pasear a los perros. Cuando se fue, se los llevó. Al canelo y al otro, el cachorro, Ian. Ella le puso Ian porque de haber tenido un hijo, ella le habría puesto de nombre Ian. Va con los perros al parque, antes de que oscurezca. Vuelve con paso apretado, arrimada a la pared. No está muy segura de que los perros le fueran a ser leales en el caso de que él se les aparezca de repente y arme una escena. Antes, no sabían cómo serle leal, en especial el canelo, por viejo, y el otro apenas si cuenta en el relato porque era un cachorrito que casi no se tenía en pie. También la llegada del cachorrito había sido todo un tema, una pelea, en casa, con Renzo. Él lo quería devolver a la Sociedad Protectora de Animales y ella se opuso. Pelearon, él rompió una cosa, otra, pero al cachorro no lo tocó. Ella se lo quedó como una cosa suya, de su propiedad. Si echaba la vista atrás, era la primera vez que tenía algo suyo. Hacía dos años que estaba con él y él decía siempre, mi casa, mi televisor, mi heladera, mis discos, mis libros; aunque ella trabajaba a la par de él. Cuando se mudó con él tardó unos meses en encontrar trabajo, al fin le dieron un puesto de vendedora en La Mariposa, la pastelería. Quedaba a pocas cuadras de la casa y no tenía que gastar en transporte: esto era un beneficio. La pusieron a vender masas vienesas y postres, pero con el tiempo la pasaron también atrás, para que ayudara con la repostería, que en esa casa era muy esmerada: batir el chantilly, la pastelera, a mano, o el mousse; poner el charlotte final, disponer el marrón glacé en una cajita de celofán. La patrona confiaba en ella y a ella le gustaba hacer estos trabajitos. Todavía cuando el insomnio la atrapaba tarde por la noche y no podía llamar a Argelia para charlar un rato y matar el tiempo, solía prender el canal Gourmet para ver trucos de repostería. Argelia la ayudó en todo esto de encontrar trabajo; ella atendía el bar justo enfrente de La Mariposa y un día se enteró de que necesitaban a alguien. Así fue como la puso en aviso: un día Gilda se tomó su cafecito habitual y ella le contó que en la pastelería buscaban empleado. Había dejado atados a los perros en la puerta del bar El Sol de España, mientras la miraba hacer a Argelia, atrás de la máquina de café expreso: ir, venir, repasar con el trapo húmedo los sitios donde ha caído la borra del café y deja una mancha oscura, casi siniestra. Gilda dudó de presentarse al puesto, pero ella la animó, de este modo, trabajando enfrente, le dijo, se verían más seguido, tendrían más tiempo para conversar o salir sin que hubiera obligación de pedirle permiso al marido. Argelia no tiene esposo, nunca se casó ni convivió con nadie. Ella sabe decir: “Para vivir en Buenos Aires hay que tener vocación de soledad”. Después, cuando Gilda se fue de la casa, la ayudó a encontrar un lugar donde vivir, un atelier. Una  conocida de Argelia alquilaba ateliers a los artistas, como excepción le alquiló uno a Gilda y le permitió el uso del patio, por los perros. Si no hubiera sido por Argelia, a lo mejor Gilda nunca hubiera podido hacer la denuncia; por suerte la había hecho; Argelia había estado ahí, con su aliento. Argelia la acompañó a la comisaría, no se movió de su lado mientras el agente le tomaba la denuncia. Argelia es un poco mayor que Gilda, cinco años, ocho quizás, debe estar alrededor de los cuarenta y toma clases de alemán. Sueña con viajar a Alemania para el próximo Octoberfest; tiene un amigo en Sttugart, dice, en el barrio de UnterTurkheim a quien conoció por chat. Cada vez que Gilda tiene un descanso en La Mariposa corre al bar de la esquina y se sienta en la barra, para hablar con Argelia. Le lleva un bombón, una copito de dulce, o un coquito; Argelia le sirve a cambio un cortado americano, en jarrito. Un día, la amiga le contó que cuando a ella se le murió la madre, necesitó hacer algo fuerte con su cuerpo. No quería más sentirse una víctima de las circunstancias, y empezó a boxear. Se metió en un club donde había box para damas; iba todos los jueves. Eran dos o tres; Argelia no hizo amistad con ninguna de las chicas; se limitaba al entrenamiento básico, los saltos, las figuras, los golpes; cross, uppercut, gancho, esas cosas. Antes de eso, iba a las milongas a bailar tango. Pero para este entonces, cuando el duelo, la milonga no le alcanzaba, el tango no le alcanzaba. La madre, siguió contando, estaba lo más bien y se murió cuarenta y cinco días después sin que los médicos pudieran dar una razón valedera. Tenía un cáncer o algo así: esa no era una respuesta. Justo había empezado a hacer cerámica cuado se enfermó. Había sido un burro de carga toda la vida y cuando por fin empezó a hacer algo que le gustaba, se murió.


Tres días después de la denuncia y de que el Ayudante labrara el acta, el Juez dictó contra su marido una restricción de acercamiento. El Ayudante, era un hombre joven; el día que le tomó la declaración tenía puesta una camisa verde, que le hacía juego con los ojos. Ella se preguntó si habría elegido la camisa ex profeso, para verse más atractivo, o si esto había ocurrido por casualidad. Gilda Massini habló, y cada vez que lo hacía en el Acta ponían: “la dicente”. La dicente tal cosa, la dicente tal otra. Le hacía un poco de gracia, el asunto. Estuvieron como dos horas redactándola y ella firmó de puño y letra y estampó también el pulgar derecho entintado. Había ido sola, sin su abogado, el doctor Bettinoti, que ella conocía porque era cliente del bar de enfrente y a cuatro cuadras tenía el estudio. Fue Argelia quien le aconsejó que se hiciera asesorar por él y el doctor Bettinoti aceptó defenderla. Al Tribunal debía ir sola, estaba mejor visto, le recomendó él. Gilda, esa mañana, temblaba de pies a cabeza. Gracias a la Orden del Juez, él no podía acercarse a menos de trescientos metros de ella, ni de su lugar de trabajo. Lo cierto es que La Mariposa quedaba apenas a tres cuadras de la casa de él, con lo cual, la infracción era constante. Gilda hubiera debido cambiar de trabajo, pero no sabía cómo hacerlo. El día que le llegó la carta documento con la comunicación del Juzgado, ella estaba en la parte de atrás de la pastelería, haciendo el merengue y conversando con Amadeo, el maestro repostero. Amadeo hacía cuarenta años que trabajaba ahí, desde que abrió el local, prácticamente y desde que él llegó de Piemonte, de la región del Lago Maggiore, que era de donde venía su familia. Estaba en edad de jubilarse, ya era un mono viejo; pero la patrona le pidió que aguantara, se quedara un tiempo más, le subió el sueldo: no era fácil de encontrar un reemplazante para Amadeo. Todo el barrio lo sabía, venían de mucho más allá de Montserrat a comprar las delicias austriacas de La Mariposa, la selva negra, la sacher y hasta la francesa tarte tatin.  Esa mañana, entró agitada una de las chicas, Celina tal vez, y le dijo que afuera, en la puerta, había un oficial que quería entregarle un papel y ella debía firmar el recibo. Que se apurara a salir ahora que la patrona justo no estaba; no fuera que la patrona viera la escena y se oliera algo feo. Gilda no se imaginaba qué peor podía pensar de ella la patrona, cuando la había visto llegar con un ojo en compota más de una vez y pidiendo por favor ese día no atender al público sino quedarse atrás, ayudando al repostero. La patrona había sido muy amable; se mordía los labios por no darle monsergas; a Gilda, toda esta situación la avergonzaba: tenía treinta y dos años y estaba segura de que a los treinta y dos años la gente debe saber arreglar sus propios problemas sin tanto aspaviento. Pero la patrona tenía un corazón de oro, cualquier otra en su lugar la hubiera echado, daba una mala imagen en el negocio una mujer que era golpeada por su esposo; hoy día los patrones no tienen esa clase de contemplaciones, como si no fueran humanos, te ponen enseguida en la calle. Gilda se limpió las manos con el repasador y salió a atender al oficial. Le daba rabia que la importunaran, de todos modos el abogado Bettinoti le había advertido que pasaría así. Firmó la cédula y el tipo se marchó. Por cuarenta y cinco días hábiles, su marido no podría aparecérsele de repente; hacerlo hubiera sido desacato al Juez y de inmediato lo encarcelarían. Gilda no estaba muy segura de que a Renzo lo afectara lo que un Juez mandara o no. La verdad es que en lo que iba de la Orden, él no había tratado de acercarse; pero ella fantaseaba en todo momento que él podría aparecer con el coche. Cuando se separaron, él no sabía manejar, pero ahora alguien le contó que él se compró un coche pequeño, un Chevrolet Corsa de cuatro puertas, gris -el gris que la empresa llama gris tanaris, le especificó tal vez Celina, o Martha la que hace los profiteroles- último modelo, y ella sospecha de que él pueda usarlo para atropellarla. Gilda no entiende de dónde sacó tanta plata para comprarse un coche así, él no tenía ahorros importantes y hasta los gastos menores eran con Renzo un tema de conflicto; tal vez el Corsa pudo haber sido regalo de alguien, o lo compró a plazos, en ese caso, el Corsa era de los dos, un bien ganancial, porque aún estaban casados. Como sea, dice, Renzo lo compró para matarla.

*

Argelia le dice una vez de compartir a un hombre. Se trata de Bruno Trotti, uno que cae muy temprano primero por el bar y después por La Mariposa. Estaciona su Vespa en la puerta del bar y baja. Casi siempre usa un gorro que tiene forma de fez; tal vez sea estudiante, pero trabaja para Duracell; levanta los pedidos de pilas y baterías del bazar y los kioscos de los alrededores. Cuando termina, se acoda en una mesa del rincón, junto a la ventana del bar, saca un librito con tapas forradas en papel negro y lee. Por lo que Argelia ha llegado a deducir o es un libro de valor o cuenta porquerías. Pide siempre un café corto, nunca nada para comer. Cuando cierra el librito, cruza a la panadería y pide en La Mariposa tres medialunas de manteca. Las pide del tipo Mar del Plata, que tienen como un almíbar adentro; pero ellos no las fabrican, en La Mariposa sólo tienen medialunas de las corrientes. El compra algunas y cruza unas palabras con Celina, Martha o Gilda, según quién esté en ese momento atendiendo en el mostrador. Es un joven al que le gusta mucho la charla; esto a Gilda le parece extraño: antes solía pensar que para los hombres es más normal permanecer en silencio. Como sea, Bruno Trotti habló con ella algunas tardes, justo sobre la hora de salida y un día la invitó a un irish pub. Nunca menciona a Argelia y cuando ella la nombra él finge que no sabe quién es. Gilda no está segura de si Bruno Trotti le miente o no, o de dónde sacó Argelia que él las quería a las dos. En el pub, pidieron una Stella Artois, una cerveza de la que Bruno Trotti dijo que la bebían tanto en Bélgica como en el barrio de San Telmo. A lo mejor, más en San Telmo; cuando la acabaron no se levantaron del taburete sino que pidieron otra más. Tomaron hasta perder la cabeza, y Gilda lo llevó a su casa, después. Tuvo que encerrar a los perros en el patiecito, para poder hacer el amor. Cuando se marchó, llovía a cántaros. Ella le prestó un paraguas, uno un poco infantil que tenía, y como él apretara a destiempo el botoncito, se abrió cuando aún estaban dentro de la habitación. Gilda le gritó: “No se abren los paraguas dentro de las casas; trae desgracia”; pero Bruno Trotti sonrió con suficiencia: “Éste, nos traerá felicidad”.

A veces, Gilda se queda después de hora en La Mariposa. La patrona la hace cerrar el local a ella los jueves, porque es el día que se mete en el bingo. A Gilda le toca guardar en el freezer los postres exhibidos en el salón, en las heladeras de menor frío. Sobre todo las cremas bávaras, la obsttorte de la fruta, o la pannacotta suiza que era igual en sabor y color a la natilla catalana, pero por un par de minutos de diferencia en la cocción se convertía en un postre suizo -en realidad, decía Amadeo, la receta provenía de Italia-. Estos postres eran los más cargados y los que siempre pueden deshacerse y arruinarse con mayor facilidad si les falta frío; amén de ponerse agrios. Mientras hacía esto, Bruno Trotti la esperaba subido en la Vespa, un pie en el pedal y otro en el asfalto, leyendo un libro. Ella nunca le preguntó qué leía, por pudor. Le ocurrió dos sábados, que al pasar por La Mariposa con él, de noche, se bajaron de la motoneta para quedarse mirando los postres en las vidrieras iluminadas, absortos los dos, como si hubieran sido joyas exóticas.  

El día del cumpleaños de Renzo, las compañeras le avisan que el marido está adentro de la pastelería comprando una sacher. Es la torta rellena con mermelada de damascos, cubierta con la misma mermelada y bañada encima de todo con chocolate. Poca gente la compra para cumpleaños; en teoría el que comprara la sacher entera para festejar su cumpleaños tendría que pedir que pusieran su nombre encima. En La Mariposa, en cambio, la venden por porciones. Por eso Amadeo nomás escribe con la manga: Bon Appétit. Como no conoce el francés, a veces le falla la grafía y lo pone con una sola p o con una e al final de bon. A los clientes no les importa, porque comprando por porción apenas si ligan una o media letra. Pero, al parecer, Renzo pide la torta entera, lo que queda de la torta, algo más de siete porciones, como si fuera a hacer una fiesta. Se metió en La Mariposa a pesar de que en pocos días la restricción de acercamiento que el Juez dictara en el verano deja de regir, cae; por eso el Juez no le daría tanta importancia a esta transgresión, no muy grave en sí. Los compañeros y la patrona le recomiendan a Gilda que no salga, que permanezca en la cocina hasta que él se vaya, para evitar un escándalo. Cuando Renzo sale, Gilda vuelve a salón. Lo ve irse, de lejos, de espaldas, muy flaco y con el andar desgarbado: casi no lo reconoce. Las compañeras le dicen que la patrona se ha confundido y no era él; era otra persona. Gilda asiente y nunca sabe sobre si era o no era él.

Un día, Gilda se atreve y le cuenta a Bruno Trotti sus problemas. No tiene ganas de hablar de eso, le parece que a la gente normal estas cosas no le pasan. Bruno la abraza, mudo, silencioso. Después le pregunta si quiere que él le pegue al tipo, le dé una paliza a Renzo. Gilda le dice que no; luego se corrige y le dice que lo pensará. Tiene que pensárselo mejor. No es una oferta como cualquier otra. Él le pregunta si ella sabe jugar a las damas; no, Gilda no sabe. Él saca un tablero de bolsillo, lo extiende, y le enseña cómo se mueven las piezas. Ella intenta concentrarse pero no lo logra. Comenta que su amiga Argelia quiere acostarse con él, con Bruno Trotti. Con él y con ella, los tres juntos. Él le pregunta si habla en chiste; si las dos o si Gilda le está hablando en chiste, cuál de las dos. No, le responde Gilda, no es chiste. No sabe, pero no lo haría. Ella no quiere acostarse con Argelia, que es su amiga. Bruno Trotti cierra el tablero y se va. Le dice que lo que él siente por Gilda es amor, pero que ella no ha acabado de comprenderlo. Pega un portazo cuando se va. Ella saca a pasear los perros por el barrio; en el parque los suelta para que corran. Ian, el cachorro, se para en dos patas sobre un chico para lamerlo; el chico se larga a llorar y ella tiene que dar una larga explicación a sus padres. Está vacunado, no es peligroso; no tiene rabia. Salió con la intención de dar un corto paseo, pero la caminatita se le hizo interminable. Tenía la cabeza perdida en pensamientos distantes, cuando vio un Corsa gris acercarse de frente. Le hizo correr sudor frío y si hubiera podido, hubiera parado un taxi y metido los perros dentro para venirse hasta su casa. El Corsa pasa y ella no puede distinguir al conductor a través de los vidrios polarizados. Al anochecer, cuando vuelve se tira en el sillón exhausta. Suena el teléfono y es Argelia. Bruno Trotti la llamó a la tardecita, le preguntó si quería acostarse con él. Sí, quería.

Al final, lo consulta con el abogado Betinotti y pide al Juez que prorrogue la restricción a su marido por un tiempo más, hasta que ella esté más fuerte. Hasta el próximo diciembre, hasta la feria de Tribunales, aunque sea. El doctor Bettinoti le explica que para hacerlo deberán citarla del Tribunal, para un peritaje psicológico. Deberán ir los dos, Renzo y ella, cada cual por su lado, se entiende. ¿Quiere ella un peritaje? Pueden ponerse un poco pesados los profesionales, le anuncia Bettinoti, pero todo saldrá bien al final. Los psicólogos del Tribunal saben cuándo se enfrentan a un violento nada más verlo entrar por la puerta; saben cuándo una víctima miente. Ella no miente, ella dice la verdad. ¿O no dice la verdad? Gilda tiene la sensación de que nadie toma en serio sus problemas. Para el peritaje tuvo que pedir un día en el trabajo, cosa que la patrona no ve con buenos ojos porque al día siguiente deben entregar dos tortas de cumpleaños y un pastel de boda, de tres pisos y con muñequitos de mazapán, que eran los novios. Amadeo había fabricado especialmente un moldecito de latón para hornear a esos novios, como diez años atrás. Los llamaba Felicité y Pierrot. La patrona puso el grito en el cielo cuando Gilda le comentó que estaba citada en el Tribunal. Amadeo tenía licencia por enfermedad, y con Amadeo con licencia por enfermedad y Gilda ausente, La Mariposa no marchaba, no podía funcionar. Tendría que encontrar un reemplazo y los reemplazos no son fáciles a última hora; cae cualquier pelafustán. Como sea, por esta vez vaya y pase, pero mejor que Gilda consulte con ella antes de aceptar otra citación.
La noche anterior al peritaje, Gilda sale con Argelia. Era el cumpleaños de un compañero de alemán. Sin poder evitarlo, Gilda se emborracha a la segunda copa de vino blanco, vino del Rhin, que alguien trajo para descorchar. La profesora del curso, frau Steffi, está ahí, la consuela y se la lleva a casa en un taxi.

El despacho de la Psicóloga es verde, los papeles de la pared son verde Benetton, horrible. A decir verdad, Gilda no sabe si la doctora es psicóloga o psiquiatra, porque la chapita fuera pone solo P. Fader. Podría ser el nombre de la profesional, Paula, Pilar, Patricia Fader. Fuera, trabó conversación con el otro paciente; quería sacarse la duda de en qué consistía una entrevista de este tipo. El paciente cuenta que su caso es muy diferente; no soporta a su tercera mujer y a la segunda no la visita nunca. Que una vez por semana todavía va a lo de su primera mujer, le pide pasar la noche en su casa y ella le hace la cama ahí, en una habitación muy chiquita, repleta de trastos viejos. Pero mis noches, dice el tipo, en la casa de mi primera mujer, son peores que mis días: no echo un ojo hasta que amanece. La conversación con el hombre no ha sido muy productiva.
Después, la llaman y Gilda entra. La doctora la hace pasar; lleva puesto un vestido negro hasta los pies, de algodón o viyela, muy suelto y estampado en batik. Que vaya tan desnuda para ser septiembre se justifica por la ola de calor que asola Buenos Aires desde hace unos días. Dentro, hay un escritorio y dos silloncitos giratorios, en uno de los dos ella debe sentarse y tarda en elegir, como si fuera una decisión significativa si apoya el culo en el derecho o en el izquierdo. Sobre el escritorio, la doctora tiene una lámpara con pantalla de mimbre y un telescopio de cobre, de tamaño mediano, que parece de juguete. Una inscripción pone debajo: “Exposición de París, 1998”. Gilda hubiera querido pegar el ojo en la lente, sin moverla demasiado, porque se nota que el ajuste es muy delicado, a ver qué cosas se pueden ver. Está delante de la doctora como de una Astróloga. Pero no lo dice. La doctora se sienta frente a ella; tiene ojos avellana, le recuerdan a alguien. La hace repetir todos los sucesos penosos que Gilda ha vivido con su marido, hasta que no puede más y se echa a llorar. La doctora le acerca una caja de pañuelos de papel y ella se suena. No  pueden volver a ponerle una restricción, no hay mérito suficiente. Sí, ella sabe que Gilda tiene miedo y ese miedo es real; es lo que hacen las personalidades psicópatas en las personas. Por eso, dice en voz alta, acariciando la base del telescopito, hay que protegerse de la propia locura. Porque de la ajena no se puede, entonces, de la propia. Le tiende un folleto del Colegio de Psicólogos de Buenos Aires, le dice que elija uno, pida una entrevista y se haga atender. Puede elegir el que ella quiera: el costo del tratamiento lo cubre el Tribunal. Cuando sale, el hombre de las tres mujeres espera de pie. Se seca la palma derecha contra la pernera del pantalón y se la tiende a Gilda. Fue un gusto conocerla, que tenga mucha suerte. Igualmente, saluda.

A la vuelta, Argelia le insiste con que debería aprender box. O defensa personal. Aparte del psicólogo; porque por más que vaya al psicólogo, el cuerpo no se cura con tanta facilidad. ¿Por qué no hace la prueba? Gilda dice que no puede, no sabe cómo hacerlo. En la adolescencia era bailarina de jazz y antes, de más chica, la madre la llevaba a aprender ballet. Argelia pone los ojos en blanco mientras la oye perorar. No importa eso, lo importante es aprender a pegar. Saber que si alguien te ataca, lo podés golpear. Aunque no pase, aunque no se pueda, saber que podrías hacerlo. Argelia es alta, de un metro setenta y cuatro o más, espigada, usa el cabello corto de menos de una pulgada, y en verano, al ras. En el box no hay héroes; hay un tipo que sabe golpear y otro al que la defensa le falla. La rabia está aparte, está pero es un plus. ¿Me explico? Sí, se explicaba: un plus, como el amor en el sexo. Hay un club adonde se puede ir, Bruno la puede llevar. ¿Sigue viéndolo a Bruno Trotti?, pregunta. Lo ve; ¿Argelia lo ve también? Desde aquel llamado que no; desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Mi vida es un tataratá, canta la radio encendida dentro, en el salón. Bruno Trotti se pone dos dedos en la boca y chifla. Voy, grita alguien. Huele a cera para pisos. Un hombrecito bajo, más bajo que Gilda y muy delgado sale. Viene limpiándose la comisura de los labios, estaba comiendo. Bruno Trotti la presenta, mi amiga, dice, Cachorro. Cuando encienden la luz del salón, refucila el espejo. La bolsa cuelga, es un peso muerto. A ésta tenés que pegarle. Cuando le pegás, ponés los pies así. Bajás la cabeza, subís los puños, te protegés la cara. Dejás a la vista nomás los ojos y la frente. Porque sin los ojos no podés ver adonde pegás. Soltás el golpe, desde el hombro. Así, el puño va y vuelve por el mismo camino, con fuerza; pegás. Ahora, tenés que probar vos. Gilda pone los pies como el tipo le indicó, Bruno Trotti tiene agarrada la bolsa. Pegá, dicen. Gilda baja la testuz, se cubre. Siente la tensión en el brazo y apura el primer golpe.

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