Últimas acciones de Esteban Moreno y del mundo

Imagen: Hombre fumando un cigarrillo, de Juan Manusl Miranda, en Utopicosanimicos.


Por Gabriel Losa

Me prendo un cigarrillo y miro la oscuridad. Es noche cerrada y desde la terraza de mi casa solo se ven calles vacías, se huele el perfume que despide el naranjo del vecino, se siente una ligera brisa que mueve los pelitos de mis brazos… y se percibe, como muy lejano, un temblor sordo y continuado.

Expulso el humo, disfrutando. Siempre me había parecido tonto que los condenados a muerte pidieran un pucho. Imaginaba que era imposible que un simple cigarrillo lograra tranquilizarte en ese momento. De hecho, no lo hace, no tranquiliza; pero uno siente el humo más que nunca, lo disfruta sabiendo que va a ser la última vez que llenará sus pulmones. La sensación parece única e irrepetible. En esos casos, es única e irrepetible y eso es lo que lo hace maravilloso. Saber que nunca se podrá volver a hacerlo. Si un condenado a muerte pudiese elegir como último deseo comer un asado, o acostarse con una chica, sentiría lo mismo. Una exclusividad absoluta que multiplica las sensaciones. Pero los condenados a muerte se conforman con el cigarrillo.

Y mi heladera está vacía y no hay chica con la que acostarse.

Son las 4:21.

Bajo al baño y mientras meo miro los azulejos. Están sucios y en las uniones crece moho macroscópico. Nunca fui un desastre, pero tampoco un amante de la limpieza. Mi casa no está sucia, sino que es demasiado… masculina por decirle de alguna forma.
Aprieto el botón, pero salgo sin lavarme las manos.

A la vuelta abro por enésima vez la heladera. Sé que no hay nada, pero es un acto reflejo que no puedo evitar. Supongo que eso de pensar en un último plato me abrió el apetito.

Eso, o estoy perdiendo la cordura.

No, no por lo menos hasta que me fije si hay una chica desnuda esperándome en el dormitorio.

Recorro la casa con la mirada. Está vacía, inanimada y mal iluminada, pero no me asalta la nostalgia en ningún momento. Está vacía e inanimada desde hace un tiempo, así que porque ahora esté por morirme las cosas no tienen por qué ser diferentes.

Cierro la puerta de la heladera y la casa se oscurece un tono más.

Se escucha un tiro a unas cuadras, que me hace prestar atención.

El temblor se siente un poco más intenso.

Son las 4:32.

Prendo la televisión. Sólo lluvia.
Con la radio pasa lo mismo. Hace dos horas que eso está así y ya es poco probable que vuelva la transmisión.

Pongo un disco. El “Álbum blanco”, de los Beatles.

Hace tres horas los noticieros informaron que un error garrafal de cálculo en un test nuclear, al este de la costa de las Islas Marshall, partió la placa tectónica en dirección norte-sur, como si de un meridiano se tratara, y generó –y genera, debido a la desestabilización de la corteza terrestre- un enorme movimiento sísmico que, a su vez, causa un maremoto de increíbles proporciones.

En consecuencia a esa explosión, un devastador terremoto y una ola de 750 metros de alto viajan hacia el oeste a una velocidad de unos 1690 kilómetros por hora.

Exactamente la velocidad de rotación de la tierra.

El terremoto se desplaza entonces, como una hilera de fichas de dominó que se caen, cubriendo todos los husos horarios a la misma hora.

En todos lados, no importa en qué parte del mundo se viva o se haya vivido, el fin de la humanidad tal como la conocemos llegó, llega y llegará a las 5:46 de la mañana.

Son las 4:47.

Me siento encerrado en la casa, así que subo el volumen del equipo de música y voy hacia la escalera para subir nuevamente a la terraza.

En el camino paso mi cuarto. La puerta está abierta, pero, intencionalmente, evito mirar hacia adentro.

En la terraza me siento cómodamente en una silla de playa reclinable, prendo otro cigarrillo y trato de pensar en nada. El temblor lo hace un poco difícil, pero es tan monótono que si uno se concentra puede olvidarse de él.

Comienzo por lo básico, poniendo la mente en blanco. Después pienso en mi primer auto: Un Dodge 1500 de color verde, más feo y menos confiable que su dueño. Sin embargo me encantaba ese auto. Supongo que cuando uno es joven (o se está por morir) no tiene tantas pretensiones.

Tarareo varios temas de los Beatles y me asombro una vez más de lo mucho que me gusta ese grupo. Bromeo encontrando himnos oficiales para la tragedia entre mis bandas favoritas: “Message in a bottle” o “La balsa” serían ideales.

Me acuerdo de lo mucho que me gustaba leer. Pienso en que García Márquez se me adelantó, escribiendo esa maravillosa crónica sobre el asesinato de Santiago Nasar, sino tendría el título perfecto para unas imaginarias noticias de mañana.

Muerte más anunciada que esta, imposible.

Mi morboso ingenio me hace sonreír. Darme cuenta que estoy sonriendo en estas circunstancias sólo ensancha mi sonrisa.

Se corta la luz en toda la ciudad.

Para la música.

Se escucha una frenada y un choque. Gente que grita por todos lados.

La sonrisa desaparece.

Suena mi reloj pulsera.

Son las 5:00

Cuando mis ojos se adaptan a la oscuridad y a la precaria luz de la luna, agarro el paquete de cigarrillos, prendo uno y trato de no escuchar a la gente que intenta huir a los gritos, a los golpes y a los tiros.

Trato de relajarme, pero ahora se me hace más difícil concentrarme en algo. Mi mente no puede hilvanar un tema sin concentrarse en los ruidos de la calle. O en el movimiento del suelo, que cada vez se percibe más cerca. Ahora ya se siente como el traqueteo de un colectivo.

No puedo pensar en nada. Y cuando no pienso en nada, siempre pienso en lo mismo.

En ese momento, como una invocación, ella se asoma por la puerta de la terraza y me llama suavemente.

Me doy vuelta, sorprendido pero no tanto. Me paro y voy hacia ella. Siempre pensé que cuando volviera se me iban a aflojar las piernas y el estómago me iba a dar un vuelco, pero no. No reacciono. Llego hasta su lado y sonrío.

Me agarra suavemente de la muñeca. Inmediatamente siento un dolor terrible en ese lugar. Me quema, pero no en toda la superficie que la mano de ella toca, sino solo un punto, un punto pequeño que me pincha ardorosamente. Quiero sacar la mano, pero no puedo; me pesa horrores. Quiero hablar y tampoco me salen las palabras.

Ella dice: Vamos abajo…

Miro hacia abajo, a mi muñeca.

… vamos a la cama.

En el lugar del brazo donde siento el dolor, su mano me agarra suavemente. En el punto exacto donde siento un ardor cada vez más insoportable, su anillo; el anillo de casamiento de mi ex mujer me roza la piel.
Vamos abajo, vamos a la cama.

Me despierto con un sacudón, sobresaltado y asustado. Casi me caigo de la silla. 
Sigo sintiendo el dolor.

Con un gesto de fastidio me sacudo el cigarrillo que cayó en mi brazo mientras dormía. No puedo evitar sentirme avergonzado y estúpido.

Por un lado, me alegra haberme podido quedar dormido en una situación como esta. Cuanto menos piense en lo que está pasando, mejor. Pero, por el otro, no me gusta haber vuelto a pensar en ella. Y menos en un sueño.

Agarro el paquete de cigarrillos, saco uno y lo enciendo. Le doy una honda pitada, volviendo a disfrutar el humo. La teoría del condenado a muerte vuelve a mi cabeza.

Alguien golpea la puerta desesperadamente. Pide ayuda.

No contesto.

Son las 5:19

Pienso en bajar y escribir una pequeña nota, contando mi vida y un poco de lo que sucedió, por si llega a haber sobrevivientes interesados. Algo del tipo “Hola a la nueva humanidad, soy/fui una de las víctimas de la estupidez humana. Mi nombre es Esteban Moreno y estas son mis últimas acciones…”. Pero desisto rápido, ya que a nadie le va a interesar saber qué fue de la vida de un profesor de historia de una secundaria estatal, que no supo mantener a la esposa ideal y murió, al igual que miles de millones, cuando lo tapó el agua.

Me tapó el agua. Esa frase ya no suena tan estúpida ahora.

    Prefiero usar mi tiempo para lo que siempre me gustó hacer. Pensar en nada.

    Creo que lo bueno de ser tan miserable es que no me molesta lo que está por pasar y lo encaro como lo que es: algo inevitable. Una vuelta más –en este caso la última- del mundo y de la vida.

Son las 05:31

    Los temblores ya son terribles. Se encienden varias alarmas de casas y de autos. Las macetas de la terraza se caen desde los bordes hacia la calle y me da miedo que alguien pueda golpearse con ellas. Cuando caigo en la idea de que todos vamos a estar muertos en diez minutos largo una carcajada por lo tonta que sonaba la idea anterior. Me paro y voy hasta el borde de la terraza.

La atracción que genera el vértigo es inevitable. La sentía cada vez que me asomaba a un balcón y la siento ahora. Con la diferencia que ahora, al clásico coctail de “instinto de conservación” y “empuje de autodestrucción”, de pulsión de vida y pulsión de muerte, se le agregó una buena dosis de “ya sé cuándo me toca el turno, así que el juego perdió la gracia”.

Ya se ve una sombra en el horizonte, una sombra altísima, ruidosa y movediza. Tal vez sea la ola, tal vez sea idea mía. Con la luna como única iluminación es difícil saber. Teniendo en cuenta que la ola y el terremoto viajan más rápido que el sonido, probablemente no haya nadie para escuchar cuando llegue el ruido.

Mis nervios me están traicionando, entonces.

La gente en la calle grita, desconcertada por la oscuridad, el miedo y la inminencia. Se escuchan bocinas y más tiros. Me ponen más nervioso y molesto que el terremoto que avanza a velocidad supersónica.

Me agacho y agarro el paquete de cigarrillos que está en el piso, al lado de la silla.

Está vacío.

Estúpidamente, eso me genera una horrible sensación de angustia y pérdida que no sentía desde…

… desde hace un tiempo.

La heladera sigue vacía, mi cama también…

… y la extraño.

Me acabo de dar cuenta que la extraño, la necesito y la quiero cerca mío.

Ahora sí creo que podría volverme loco. Pero ya no sé si estoy listo para morirme.

Son las 5:44

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