No encendió luz alguna
Por Perez Artaso Ariana


El manto nocturno había caído con su habitual puntualidad de las ocho y cuarto, llevándose a los pájaros y a los diurnos ruidos, indicando que era el momento del descanso.
En el salón central de la mejor casa de esa manzana, la luz del farol de calle entraba tranquila y directa, como quien lo hace en un lugar conocido.
Así, los rayos eléctricamente impulsados viajaban desde la calle hacia la sala para iluminarlo mientras dormía, solo en la enormidad de la noche techada.
Ella no encendió luz alguna, no la necesitaba para caminar entre los muebles de la casa. Intuía cada paso y los daba con ligereza, disfrutando de esa oscuridad que la ayudaba a ser invisible.
Lo miró desde la puerta, dándose el tiempo necesario para llenarse los ojos con su figura. Él se encontraba, obediente, en el lugar de siempre, lugar que le fuera asignado 10 años atrás y que él nunca se rehusó a habitar.
Ahí estaba, creía oírlo desde la puerta, cada sonido de su suave, brillante y negro dormir con respaldo de ventana donde ella podía verse reflejada. La cabeza contra el marco de la puerta, la bata que cubría su camisón y el bidón en la mano.
Frenando la placentera por furtiva contemplación, una sensación de deslealtad comenzó a subir por su tobillo, pero un sonido ínfimo, un crujir de maderas sobre su cabeza le recordó a la bestia que arriba se arrastraba y pudo deshacerse de las culpas y cargárselas a otros.
Antes que el miedo a ser descubierta la invadiera del todo, caminó unos pasos hacia él y lo rodeó. Su cuerpo dormido se dejaba mirar. Respiró su olor. Lo conocía bien, lo tenía en sus manos, en cada dedo, debajo de sus uñas. Manos, las suyas, que habían crecido acariciando su cuerpo, haciéndolo vibrar, haciéndolo rugir, crujir, llorar.
-El mundo entre tu cuerpo y mis manos- pensó mientras apoyaba el bidón que traía en una mano y con la otra palpaba los bolsillos de la bata corroborando lo que ya sabía y le pesaba como bala de cañón.
El corazón le latía fuerte en el pecho, en las sienes y en la punta de los dedos. Sentía la vergüenza del débil que busca la salida más fácil, y por fácil doblemente imperdonable.
-Vos no tenés la culpa- le susurró tan despacio que no supo si lo decía o lo pensaba. De todas formas, era lo mismo.
Estiró su brazo, extendió sus dedos y lo acarició lentamente, regalándose por última vez la suavidad de su cuerpo que podría haber sido su cielo. Una descarga recorrió su columna congelando las gotas que por ella serpenteaban, aguijoneándole la existencia.
Ganando confianza se apoyó contra él y lo abrazó por donde pudo. Recordó las primeras épocas, gesto de misericordia de esos que regala la memoria, que ahora le dejaba invocar tiempos que pudieron ser buenos.
Evocó su niñez sentada a su lado, con su padre detrás, siempre detrás, observando sus movimientos. Nunca le perdonaría lo que había hecho de ellos. Los había arruinado de una vez y para siempre. Era el ojo que siempre observa, el gran no que marca lo incorrecto, y la ley que castiga los desvíos.
-Podríamos haber sido felices juntos-, le dijo, ahora un poco más fuerte por si él la escuchaba -Perdoname, no tuve fuerzas para decirle que no, que basta, que así no queríamos. Que a mí me gustaba tocarte ahí, donde no se podía y así, como yo sé que a vos te gusta-
Ella deslizó el cuerpo entero sobre el suyo, apoyando su cabeza contra su lomo, besándolo con tristeza mientras él se dejaba.
- Si todo volviera a pasar ya sabría como defendernos, pero ahora ya no, estoy cansada- ella giró su cabeza y dejó que el pelo le cubriera la cara, forma ingenua, tierna de esconderse. - Por años dejé que él nos viera, yo te tocaba como él quería. Me hacía acariciarte de esa forma tan distinta a mis ganas… casi no sentía los sonidos que dabas, pero podía intuirlos débiles, lejanos, un favor sonoro para evitar el golpe, el grito y dejarlo contento. Salvo esa vez- ella comienza a incorporarse, quedando sentada sobre él - estoy segura que te acordás. Esa tarde no quise que nos viera, que nos escuchara en eso tan nuestro y nunca íntimo- Sus pies tocaron el suelo, ya estaba parada frente e él - Sé que esa tarde escuchaste el ruido de mi bronca apretada entre los dientes, y por eso me vas a perdonar- dijo, mientras se alejaba de a poco. Tomó el bidón despacio, y con cuidado comenzó a rociarlo, mojándolo con ese olor que todo lo ganaba. De su bolsillo sacó una caja de fósforos y mirando hacia el techo encendió uno.
-Te mato a vos para no matarlo a él- Dijo, mientras el fósforo caía sobre el piano.

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