Por Guiyo Goicochea
Se va escribiendo como si no se quisiera llegar a ningún lugar, ni siquiera a terminar ese mismo mínimo gesto de escribir, como en un impulso de dilatación, de hacer esperar.
Como si lo azaroso que se hace, dejara, cada tanto, verse en toda su extensión, estirándose, haciéndose lo más largo que se pueda.
Con la imprecisión que debe tener toda aquella escritura que se tenga a sí misma como respetuosa tanto de las cosas como de las palabras.
Se trata de repensar más profundamente la lengua materna, la paterna y la filial, para, recién ahí, tratar de establecer el diálogo con la lengua-otra.
Ese diálogo tendrá, necesaria y heideggerianamente, una constitución más de silencios que de palabras. Será más de balbuceos, de tartamudeos y de mudez que de fluidas oraciones que corren en la voz y en el papel garabateado.
No siempre la prudencia de quien traduce tiene que ver con las sordinas, las atragantadas, las apneas y afonías que le exige la lengua-otra.
Si el traductor no queda ronco luego de este exiliante y dislocador ejercicio de la traducción, es dable sospechar de alguna traición de correspondencias forzadas, de igualaciones rasantes, o simetrías obligadas, de cansancio intelectual o abandonos afectivos a la hora de pervertir una lengua con la otra.
Así toda traducción se presenta como una demora, un todavía-no, un está-por-hacerse, sin importarle ontología alguna u horizonte estético prefijado de antemano por el traductor y sus contextos.
La demora hace que el texto traducido siempre sea otro, siempre, cada vez que medie una nueva traducción, será otro; y el traductor también (hasta cuando intente revisar una traducción hecha hace tiempo por él).
Esta es la única posibilidad de ejercer un ethos que le queda al traductor: aceptarse en el gesto de la demora, demorar-se. No hay, ni puede haber una única versión, mucho menos un original. Cada traducción es una perversión, una diversión. Por esto, el traductor, debe aprender a jugar en y con su lengua, como una de las actividades más serias que pueda asumir.
Cada texto traducido ha sido texturado desde ese desarraigo que es el acto de traducir. Pero no debe ser entendido como un destierro, sino como un exilio. Se puede volver a casa, al habla como casa del ser; pero se vuelve a esa casa distinto, recuperado, aliviado, como un convaleciente para recuperarse de tal exhaustivo periplo. El traductor demorado no es el mismo, ni él mismo; y ahora la casa, tampoco.
No hay, porque no puede haberlas, traducciones finales, ni totales. La imposibilidad está dada por el lenguaje mismo cuando habla, y no puede decir todo: ni lo que hay y menos lo que falta.
Siempre habrá un resto en cada texto, porque lo hay en cada lenguaje, que permanece sin hablar, sin revelarse al hablante, ni tampoco al traductor. Esto hace que nunca pueda cerrarse una traducción como definitiva, porque es imposible clausurar en su completud no sólo a la cosa, al texto y al lenguaje, sino al traductor mismo.
No hay consumación en las traducciones, hay demoras. Se va de camino, hacia la enrancia, y este vagar entre lenguas es lo que hace que la traducción enriquezca los límites sobre los que juega, y los corra siempre más allá, de un lado y el otro, continuamente.
Se traduce por necesidad orgánica, no por un preciosismo intelectual. Se inter-pela otra lengua para saber cuánto puedo pervertir y divertir a la mía, y en ese entre debe aprender a habitar el traductor, en la intemperie, en la demora, hasta de sí mismo.
No hay posibilidad alguna de que el traductor no se vea afectado por esta actividad. No saldrá ileso. Eso sí, su casa quedará redecorada, su guardarropa será otro, y sus libros hablarán de algunas cosas más. Y ese hablar tendrá que ver más con la poesía que con el discurso intelectual. Más con silencios meditativos que con balbuceos en “la casa del ser”.
artefacto
Con el respeto que se debería tener en ese momento adánico de nombrar por vez primera a las cosas, para hacerlas aparecer en ese ademán mágico del lenguaje, como recién salidas, como una calcomanía de la palabra que las dice, así de juntas, palabras y cosas.
Tratando de usar con cuidado ese estreno de palabra y de cosa, con la discreción de destinar esa palabra a un llenado de materialidad que no rebalse, que no falte, pero que tampoco colme cada agujero vacío del interior de cada palabra.
Custodiar esa palabra para que alcance para decir todo aquello que queremos, y que no podemos señalar; aquello que sentimos y que no nos alcanza, o aquello que queremos ocultar y que se hace superficie.
Poder callar, hacer silencio, negar la voz, enmudecer. Todos juguetes del mismo lenguaje cuando no quiere mostrarse en su plenitud.
Con el mismo asombro de los cabalistas, que creen poder encontrar en los esqueletos de las palabras el adn de las cosas y la firma del dios de los 99 atributos y los 100 nombres. Con más de mil y una noches tratando de develar cuál fue la primer palabra pronunciada por ese dios.
Con el complemento que otorga la ceguera para los poetas, y con esa ventaja de leer con sus dedos, de acariciar la palabra casi rozando a la cosa misma.
Como si se pudiera recuperar un grado cero de la voz nombrante del mundo por aparecer.
Entre miles de anagramas, de crucigramas, de gramáticas y sintaxis, de mentiras, de las sutiles y delicadas, pero persistentes.
Todo se reduciría a una serie de combinaciones posibles, que con el tiempo, no serian difíciles de encontrar: letras juntándose con mas letras, y encerrando un sentido revelador de algún plan divino, del pensamiento de dios antes de crear este mundo, todo eso en una formulación escondida dentro del lenguaje: la mejor mentira, la más bella, después de dios mismo.
Nada más amoroso que un discurso que se fragmentara hasta hacerse desaparecer, él mismo en el mismo, en un mismo acto de aparición y desvanecimiento.
¿Y las cosas? Hay que buscarlas raspando con las uñas en la superficie de cada palabra, como despintando, como un quitaesmalte.
Las cosas: no más que lo que queda escondido en el lenguaje. El mejor lugar para guardar algo y que nadie lo encuentre.
Porque no se puede tocar.
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