Caballos Salvajes

-Cine-

Los noventa y el cine nacional

Eric, dueño del blog: www.decadadelnoventa.blogspot.com, escribió especialmente esta nota para Revista Siamesa.


Fui a ver Caballos Salvajes con Verónica, mi novia de entonces, cuando se estrenó. Nos faltaban unos meses para terminar la secundaria. Un rato antes, en el McDonald´s, habíamos estado conversando sobre lo que íbamos a estudiar el año siguiente, con el desempleo como único horizonte esperable. Yo quería seguir Filosofía, Cine, Periodismo, Letras, Sociología, Ciencias Políticas, Historia, Antropología o Comunicación Social. Ella estaba entre Psicología, Letras y también le tiraba un poco Publicidad.

-Tiene mejor salida laboral –argumentó.

La sala estaba repleta de gente. Tango Feroz, la película anterior de Marcelo Piñeyro, no nos había gustado a ninguno de los dos. La apuesta de Caballos Salvajes al menos parecía interesante: road movie, narración clásica, amplio presupuesto.
En las primeras escenas lo vemos a Héctor Alterio, un jubilado que entra a una financiera con el objetivo de recuperar un dinero que le fue estafado hace algunos años. Para hacerlo, se encañona en frente de Leonardo Sbaraglia, un empleado con aspiraciones de yuppie, amenazándolo con suicidarse si no le entrega el dinero. Sbaraglia revisa los cajones del escritorio donde está sentado y oh sorpresa, aparecen los fajos de billetes. Pero algo sale mal, el vigilante de la financiera da el aviso a la policía, y ocurre el primer evento inexplicable de la trama: Sbaraglia se solidariza con el pobre jubilado, y para salvarlo del inminente tiroteo, se hace pasar por su rehén. Escapan los dos por la ruta. Los siguen un par de matones de la financiera. Alterio es anarquista. Huyen rumbo al sur.
En algún momento del viaje se cruzan con Cecilia Dopazo, que se escapa de algo aunque nunca nos enteramos de qué. Al promediar la película, los tres hacen llover medio millón de dólares sobre un grupo de obreros en huelga. Un rato después se detienen en una playa para descansar. Se está haciendo de noche. Alterio come una manzana. Plano y contraplano.

-¿Y usted quién es? –le pregunta Cecilia Dopazo– ¿Cómo se le ocurrió una cosa así? Ese asalto al revés. ¿Cómo sabía que no le iban a decir: “matate, viejo, a mí qué me importa”?

-No lo sabía.

-¿Y qué hubiera hecho?

Alterio sonríe, muerde la manzana.

-Se hubiera matado –interviene Sbaraglia.

-¿En serio? –pregunta Cecilia Dopazo– ¿Quién es este viejo?

Desde la radio del jeep, se escucha una transmisión radial donde el locutor les desea suerte a “los indomables”, que es como la gente los llama a él y a Sbaraglia, desde su inesperado acto de generosidad. Empieza a sonar un vals de Strauss. Alterio tira la manzana al mar. Sube a una colina y baila señalando las olas como un director de orquesta. Al terminar el vals, se escucha un grito que se haría emblema:
-¡La puta que vale la pena estar vivo!

La película debería terminar en ese momento. La escena, de hecho, se repite al final. Verónica y yo salimos del cine de la mano. Les dimos monedas a unos chicos en Lavalle. Ella lagrimeaba, yo también. Después nos fuimos a caminar al Bajo.

El año siguiente se nos venía encima, pero durante el resto de esa tarde no nos importó.

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