LOS SONIDOS DEL SILENCIO


Por: Clarisa Anabel Pozzi

Hojeaba las obras completas de Alejandra Pizarnik y me detuve en un artículo titulado “La música y el silencio”, incluido dentro de una serie bajo el nombre de “Pasajes de Michaux” y tras sorber un mate comprendí la síntesis de sus palabras: “los sonidos de la música pueden acabar con los duros bordes de las cosas”, sentencia Alejandra.
La escritora desconfía de las palabras, “el silencio es mi voz, es mi sombra, mi llave…”, dice, las palabras se le imponen al silencio, vienen a explicar, a revocar, a justificar y ella se siente asfixiada.
Palabras como “signos con lo hostil que acecha”, entonces Pizarnik propone una superación de la antítesis silencio/palabra y la encuentra en la voz del piano, “compañero que no me observa – reflexiona la artista – que no me evalúa, que no toma nota, que no conserva huellas, compañero que no exige, que no me obliga a prometerle nada”.
El piano siempre está listo, con él todo es simple, sólo hay que acercarse. Ella trae sus obsesiones, su tensión, su opresión mientras él canta. “Acercarse al piano y dejar que cante es acercarme al piano y dejarme cantar”, sintetiza.
Alejandra transforma ese encuentro con el instrumento en un lugar de aprendizaje donde todo se vuelve búsqueda, entonces es allí que cuestiona, ausculta para, de a poco, acercarse al problema del ser.
Se identifica con Michaux que, según expresa la escritora, “quiere una música para pedir auxilio en el horror, en el no saber, una música para que diga de su desposesión, una música no parecida a ninguna otra sino solamente parecida a él, música para reconocerse, para decir su nombre, una música que señale su lugar, que exprese su carencia de un lugar”.
Shopenhauer, en “El mundo como voluntad y representación”, define a la música como “un arte grande y admirable, que obra de manera poderosa sobre el espíritu del hombre, que repercute en él de manera tan potente y magnífica, que puede ser comparada a una lengua universal, cuya claridad y elocuencia superan en mucho a todos los idiomas de la tierra”.
“El efecto de la música – continúa – es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues éstas sólo nos reproducen sombras, mientras que ella esencias, de aquí que en el compositor, más que en ningún otro artista, el hombre está completamente separado del artista y sea distinto de él”.
Alejandra, casi como una premonición, afirma “como un llamado al suicidio, como un suicidio comenzado, como un retorno perpetuo al único recurso: el suicidio, una melodía”, una melodía pobre que “le sería necesaria al mendigo para decir sin palabras su miseria”, concluye.
En su poesía habla la escritora de un deseo de “entrar en el teclado del piano para entrar adentro de la música, para tener una patria”. El silencio aparece como una tentación y una promesa, aunque ella nunca deje de sentir un inagotable murmullo que le hace dudar de la existencia de ese silencio.
En los poemas de Pizarnik hay “un perpetuo decir acerca de algo que parece estar diciéndose en otra parte”, según sus propias palabras, “es como si se ejecutara, digamos al piano, una melodía de sonidos y silencios perfectamente separados que, simultáneamente, está siendo ejecutada, pero sin silencios, dentro del piano”, precisa.
La música aparece como la clave para aquietar esas voces que la inundan en el silencio, el lenguaje aparece como pretexto para el silencio, como una manera de expresar “una fatiga inexpresable".
“Las ondas pequeñísimas de la música nos consuelan del insoportable ‘estado sólido’ del mundo, de todas las consecuencias de este estado, de sus estructuras…El tiempo, gracias a ella, se vuelve agradable de saborear”, finaliza.

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